Corría el año 1978. Servidor ejercía el primer oficio calificado desde su llegada a la dulce Francia a fines de 1975: jefe de grupo contable en el seno de la empresa nacional de navegación marítima de Senegal.
La Senegalesa de Navegación Marítima. De senegalesa no tenía nada o bien apenas el nombre. Los capitales eran koweitíes. El gerente general era un inglés simpático cuyo estado etílico a eso de las 10:00 de la mañana superaba la saturación y lo aproximaba peligrosamente al coma del mismo nombre. El Claim Manager era un escocés, no el whisky: el gerente de reclamos. Siempre sospeché que le debía su cargo a las provisiones de scotch que tal vez le traía semanalmente al gerente general desde Edimburgo. El gerente financiero era un danés, y mi jefe directo, el gerente de contabilidad, un belga flamenco de Antwerpen que no sé porqué se empeñan en llamar Amberes. En el reducido equipo que constituía el personal de la empresa había un turco, una bellísima argelina de largos cabellos ondulados, Jacques, un joven contador judío francés, un joven senegalés ferviente partidario del presidente de Guinea–Conakry, el «camarada» Sékou Touré, líder de la independencia de la antigua colonia francesa, cuatro chilenos entre los cuales bibí, y un par de secretarias francesas que rápidamente apodamos –en consonancia con su talla respectiva– la p’tite et la grande. El enlace con el agente marítimo y consignatario en los puertos galos era una francesa cuyo apellido tremendamente evocador provocaba la hilaridad general, sobre todo la de Rik Goormans, mi jefe belga: Mme Toutchaud…
Por ahí resultó que mis controles financieros mostraban que los agentes marítimos de Abidjan y de Duala nos debían un puñado de millones de dólares. Como las cuentas no cuadraban, la empresa organizó dos misiones. Un colega chileno fue a Camerún, y yo me hice cargo de Costa de Marfil.
Antes de partir, nuestros superiores jerárquicos nos abrevaron de los consejos que provienen de la experiencia. Lleven quinina y tómense un comprimido al día. No se alejen mucho del hotel situado en el barrio europeo. No acepten invitaciones ajenas al trabajo y no traben amistad con ningún local. Ah… lleven siempre consigo algunos centenares de francos CFA: los francos CFA son una suerte de llave maestra. Apenas vean que algo se pone difícil, pregunten cuanto. Para eso sirven los francos CFA: para el bakchich.
El bakchich, en el mundo musulmán, es una propina y por extensión algo así como la coima de nuestro castellano sudaka, la mordida de los mexicas, o un kickback en el inglés macarrónico de nuestra elite. Si no me crees pregúntale al Gute y a la Sole. Ruego no confundir bakchich con hachich, nombre común de la resina de cannabis. Según Amin Maalouf la etimología de la palabra hachich es de origen árabe, y dio nacimiento al apodo de hashishins dado a los nizaritas, secta islámica del siglo XI formalmente conocida como los Ismaelitas Nizari. Más tarde, de hashishins derivó la palabra castellana asesinos, pero ese es otro cuento.
De modo que cuando el avión de Air France aterrizó en el aeropuerto Port Böuet de Abidjan, ahora conocido como Aeropuerto Internacional Félix Houphouët-Boigny, servidor pensaba estar preparado para hacerle frente a los aleas del continente africano. Nada más llegar, me llamó la atención el comportamiento de la policía fronteriza. El examen de cada pasaporte daba lugar a mucho palabrerío, a la revisión minuciosa del documento incluso y sobre todo de sus páginas vírgenes, a interminables preguntas de esto y lo otro, a meneos de cabeza en plan no, no, no, no, a mí no me la hacen, hay algo raro, generando tal vez las condiciones para obtener un bakchich. De ahí que me preparase a sufrir el intenso interrogatorio que habían soportado quienes me precedían, tanto más cuanto que en aquella época servidor era apátrida, un refugiado político que se desplazaba por el mundo con el mameluco.
Los refugiados políticos, virtualmente apátridas por obra y gracia del cabrón general y sus asesores civiles, solo disponíamos del pasaporte de las Naciones Unidas, cuya textil cobertura celeste hacía pensar muy precisamente en el mono u overol de trabajo que en Chile conocemos como mameluco.
Llegó pues mi turno, y un gran negro uniformado, armado hasta los dientes, cogió mi mameluco y comenzó a examinarlo cuidadosamente. No es por incordiar, pero noté que empezaba a leerlo patas p’arriba. No queriendo agravar mi caso –ya había tenido una mala experiencia con los policías fronterizos de Heathrow en Londres– no dije nada. El policía seguía escrutando atentamente el mameluco y las profundas arrugas que surcaban su frente me indicaban que no comprendía de qué iba ese documento tan poco usual para él y para todas las policías fronterizas del mundo. En ese momento pensé en los consejos de mis jefes, y en la eventual posibilidad de ser obligado a regresar a París en el próximo avión que despegase hacia Orly o Charles de Gaulle.
De repente me di cuenta que el policía se relajaba al tiempo que una gran sonrisa se dibujaba en su cara. Se volvió hacia mí y me dijo: «Chili, Chili… ¡Salvador Allende!». Oui, oui, atiné a responder, mientras el cancerbero de Abidjan me mostraba amablemente la puerta de entrada en su país. Ese día supe que el bakchich no era la única llave maestra en África.
Afuera me esperaba un conductor y un vehículo: gracias al agente marítimo local serían mi chofer y mi medio de transporte durante una semana. Contrariando los avisados consejos recibidos, le pedí a mi amable chofer que me llevase a conocer algún barrio africano, alejándonos del Plateau, donde estaba mi hotel, y de Cocody donde viven los poderosos. Fue así como llegué a Treichville, cuyo solo nombre evoca el colonialismo: ese lugar se llamaba Anoumabo, pero en 1934 le cambiaron el nombre en homenaje a Marcel Treich-Laplène, que fue Residente de Francia en Costa de Marfil, algo así como los «capitanes generales» de América del Sur en tiempos de la colonia.
Barrio colorido y animado, Treichville mostraba también un tipo y una extensión de la pobreza que aún no había presenciado, resultado del «rol civilizador» que la patria de los derechos humanos aún se enorgullece de ejercer en África. Una base militar francesa situada en Port Böuet era la prueba viviente de la independencia de Costa de Marfil, como la base militar USA de Concón es el símbolo de la soberanía de Chile. Durante mi breve incursión, mi chofer me llevó por un largo camino que conducía a un pequeño río de aguas claras. A lo largo del camino iban y venían numerosas mujeres cargando sobre la cabeza inverosímiles montones de ropa envueltos en coloridas sábanas.
Eran lavanderas que iban hasta el río a ganarse la vida lavando ropa ajena. El agua potable aún no formaba parte de la herencia del Siglo de las Luces. Una vez seca, la ropa tomaba nuevamente la forma de un enorme balón que las lavanderas ponían encima de su cabeza para hacer, a pie, los cuatro o cinco kilómetros de regreso a Cocody.
Conmovido por la miseria circundante (aún no conocía Calcuta, eso vendría años después…), de regreso en el Plateau y compartiendo una cerveza le pregunté a mi chofer cuál era a su juicio el sector social más pobre de Costa de Marfil. No entendió la pregunta y tuve que formularla de otro modo hasta que su rostro me indicó que comprendía mi francés impregnado de acento parisino. Su respuesta, de una sencillez bíblica, no me aclaró nada: «los voltaicos», dijo. Ante mi incomprensión, me explicó que los voltaicos eran los inmigrados que venían desde Ouagadougou, capital del Alto Volta.
No busques en el diccionario ni en el mapamundi. Ese país llamado Alto Volta no existe, al menos con ese nombre. Neocolonia francesa, dejó de serlo en 1983 cuando llegó al poder Thomas Isidore Noël Sankara, capitán militar, revolucionario comunista y teórico panafricanista que presidió el país de 1983 a 1987. Figura carismática, en África es conocido como el Che Guevara africano.
Al tomar el poder, Sankara, un joven de 33 años, recibió el apoyo masivo de los voltaicos para llevar adelante la reforma agraria que le dio autonomía alimentaria al país, la prioridad a la educación pública y la campaña de alfabetización de toda la población, y la vacunación de dos millones y medio de niños contra la meningitis, la fiebre amarilla y el sarampión.
Su programa, sencillo y límpido, era eliminar la corrupción y el predominio de la potencia colonial francesa. Sankara lanzó el programa de cambio social y económico más ambicioso jamás intentado en el continente africano. Para simbolizar esa nueva autonomía, algo parecido a la libertad, le cambió el nombre al país. De ahí en adelante el Alto Volta pasó a llamarse Burkina Faso.
En mooré, idioma del pueblo Mossé, Burkina quiere decir íntegro. Faso, en dioula, idioma del pueblo Dioula, quiere decir tierra de los padres. De modo que Burkina Faso quiere decir País de los hombres íntegros.
¿Te sorprendería saber que el 15 de octubre de 1987 Sankara fue derrocado mediante un golpe de Estado concebido, financiado y coordinado por el Gobierno francés de Jacques Chirac?
Poco antes de su asesinato, Sankara envió un mensaje: «Aunque los revolucionarios, como individuos, puedan ser asesinados, nunca podrán matar sus ideas». El intento de los miserables entre los miserables de construirse un futuro digno fue ahogado en sangre.
En la memoria de servidor, visitante improbable del continente originario, indeleblemente grabadas, como en eco, resonaron las palabras de Salvador Allende:
«Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos…»