En una de las numerosas conversaciones sostenidas en Caracas, durante nuestro exilio, escuché decir al maestro Jaime Castillo Velasco que «la historia esconde verdades hasta que el tiempo, en su larga paciencia, las desnuda», agregando, «por lo tanto, no siempre acepten o crean en los mitos que inventan los plumarios domesticados por amos del momento (...). Muchos -enfatizaba- son mentiras acomodadas al poder efímero de la circunstancia o a los intereses personales».
Acude a mi mente la reflexión de nuestro recordado ideólogo chileno (digo «ideólogo» aunque él rechazaba que lo identifiquen como tal) por dos circunstancias coincidentes, de muy reciente ocurrencia:
Hace días asistí a una conferencia en el Paraninfo de la ULA -a cargo de un notable académico de manifiesta simpatía por el marxismo- que trataba sobre la determinante influencia que ejercían los personajes emblemáticos -sean artistas, intelectuales o deportistas- en el quehacer político-partidista, reforzando por sus dotes superiores -afirmaba- el proselitismo por las ideas que profesan «considerando que sus talentos privilegiados son capaces de asimilar la verdad con más lucidez que otros mortales». El planteamiento es, desde luego, una teoría cuestionable pero sirve para desnudar un mito muy regado que, de tanto repetirse, se ha convertido en evidencia indiscutida. Veamos: dentro de los ejemplos que expuso el ponente destacó el peregrino sofisma de que existía «una perfecta simbiosis práctica e ideológica entre el Premio Nobel, Pablo Neruda, y el líder de la revolución cubana, Fidel Castro».
Consecuencia de la citada conferencia, surgió en mí, como reminiscencia, la lectura de una revelación que había leído en un libro vetado por el Partido Comunista. Se trata de Adiós, Poeta de Jorge Edwards, amigo inseparable, íntimo e incuestionable confidente de Pablo Neruda.
Edwards revela confesiones privadas e inéditas del famoso vate que, como se sabe, era confeso y disciplinado militante del Partido Comunista chileno. Por ejemplo, en esa especie de bibliografía vivencial, relata con detalles la reacción que produjo en el Poeta la despótica orden dada por Fidel Castro para que los escritores cubanos repudiaran públicamente al «compañero Neruda» por su traición al asistir al Congreso del Pen Club en Estados Unidos (1966) y, además, otra «inconsecuencias revolucionaria», por haber almorzado con Belisario Betancur Cuadras, Presidente de Perú, ambas«actitudes entreguistas», según el jefe caribeño , resultaban claros gestos de debilidad y propósito manifiesto de pactar con dos «recalcitrantes enemigos de la revolución cubana».
Esas «infaustas» acciones de Neruda lo marginaban de la simpatía y protección castrista, claramente expresada por la declaración-repudio que firmaron 29 escritores adscritos a la moda izquierdista del momento, encabezados por Alejo Carpentier y donde muchos de los firmantes «ni siquiera fueron consultados previamente» (sic).
Claro que, por otra parte -según se lee en Adiós, Poeta, esta antipatía castrista, tenían una callada reciprocidad de rechazo por parte de Neruda que nunca tuvo simpatías por Fidel Castro, pues reiteradamente manifestaba -a espaldas del PC- su cuestionamiento por varias actitudes, como, por ejemplo, el apresamiento del poeta Hebert Padilla o la invasión a Checoslovaquia. Todo -reitera repetidamente Edwards- en la intimidad, «sin comprometer su lealtad y los lineamientos públicos del PC chileno, a los cuales se sometía ciegamente».
Otra prueba de esta casi oculta antipatía surge cuando el Poeta, con su talento inigualado, le dedica -en su presencia- un verso lapidario que irrita tremendamente al máximo enamorado de su ego. Neruda, de frente, le recita que ha traído un copa de vino de Chile, agregando:
«Está llena de tantas esperanzas
Que al beberla sabrás que tus victoria
es como el viejo vino de mi patria:
No lo hace un hombre sino muchos hombres
Y no una uva sino muchas plantas:
Y no es una gota sino muchos ríos:
No un capitán sino muchas batallas…».
Calificados testigos del momento sostienen que Castro, sintiéndose aludido y herido en su desbordada auto estima personal, no ocultó su irritación y manifiesto rechazo.
Esta antipatía encubierta se manifestaba también cuando se produjo en Chile las elecciones que reemplazarían al Presidente Eduardo Frei (1964-70). En esa oportunidad, Neruda,durante el proceso preelectoral, en el afán de crear un frente de centro-izquierda, no ocultaba sus preferencias por Gabriel Valdés Subercaseaux (DC, Ministro de Frei).
Una vez que la Unidad Popular realizó su selección interna y el PC nombró al Poeta como su candidato, aceptó la estrategia de su Partido y, perdiendo esa precandidatura, se manifestó y trabajó por el elegido Salvador Allende... siempre sumiso a las órdenes de su Partido. Aún así, en tierra derecha del acto definitivo, se le oyó decir a Matilde Urrutia, su esposa, «que votaría Por Tomic», decisión, desde luego, de la cual no hay constancia.
¿Por qué Neruda pensaba que Allende no era el candidato indicado? Pues, valorando sus méritos personales, lo sentía muy influenciado por «el izquierdismo retórico, inmaduro, sectario e infantil del fanatismo castrista» que, otrora y en otras circunstancias, ya percibía Lenin en los jóvenes movimientos comunistas.
El caso -como colofón de este análisis- no es cierto que exista «una perfecta simbiosis práctica e ideológica entre Neruda y Fidel». Como sostenía el humanista, Jaime Castillo, los mitos, ciertamente, son argucias propagandísticas que viven «mientras el tiempo las desnuda».