La escritora canadiense Margaret Atwood una vez preguntó a un amigo por qué los hombres se sentían amenazados por las mujeres, él respondió: «tienen miedo de que las mujeres se rían de ellos». Después preguntó a un grupo de mujeres por qué se sentían amenazadas por los hombres, ellas respondieron: «tememos que nos maten». Esto no es un chiste, una parodia o una exageración, la historia y las estadísticas han demostrado que el principal riesgo de muerte para las mujeres ha sido y continúan siendo los hombres.
A nivel mundial, la mayoría de los femicidios que ocurren son perpetrados por los hombres con quienes la víctima tuvo o mantuvo alguna relación de carácter sexual o afectiva, por ejemplo: novio, ex novio, esposo, ex esposo, concubino, o ex concubino. Este tipo de crímenes también son cometidos aunque en menor medida por otras figuras masculinas como: familiares, amigos, conocidos, compañeros, profesores o jefes con quien la mujer mantuvo algún tipo de relación de cercanía, dependencia o subordinación. A ello también hay que agregar los femicidios perpetrados por hombres conocidos o desconocidos en un contexto de vulnerabilidad, violencia sexual o privación de la libertad.
No obstante, también existen otros tipos de femicidios motivados por la misoginia, es decir, por el odio y el desprecio a la condición de la mujer. En este contexto, algunos hombres se sienten con derecho a matar a cualquier niña o mujer debido al rechazo o insulto real o imaginario (Russell, 2006). Otros asesinatos de mujeres se dan cuando los hombres sienten, perciben o imaginan que pierden, perdieron o pueden perder sus privilegios, que ya no detentan el poder ni la exclusividad de los espacios, es decir, porque se sienten des-masculinizados. Igualmente los hombres matan a las mujeres porque estas entran a territorios tradicionalmente considerados masculinos, cuando los superan o desafían su autoridad y superioridad. En estos casos predomina el sentimiento de masculinidad disminuida, por el acceso y ascenso de las mujeres a los espacios de participación y decisión social que tradicionalmente les fueron negados.
Pero este tipo de femicidio al tener como objetivo a las mujeres en general, como género, tiende a manifestarse como: a) Femicidio en serie: cuando un mismo sujeto asesina por motivos de género de forma sistemática y con características similares a varias mujeres en un largo período. b) Femicidio masivo: aquel en donde el hombre asesina por sexismo o misoginia a varias mujeres de manera simultánea durante un mismo ataque. Ejemplos abundan, sin embargo, es posible mencionar aquí:
El caso de Mark Lépine de 25 años quien en diciembre de 1989 asesinó a 14 mujeres estudiantes de ingeniería en Montreal, Canadá. En un salón de clases separó a las mujeres de los hombres y a estos últimos los sacó, después gritó: «Todas ustedes son unas pinches feministas» y abrió fuego contra las mujeres. Durante media hora, Lépine mató a 14 jóvenes mujeres, hirió a otras nueve y a cuatro hombres, después se suicidó. En la nota que dejó, de tres páginas de extensión culpaba a las mujeres por todos sus fracasos; sintió que lo habían rechazado y habían hecho escarnio de él. En su cuerpo también se encontró una lista con los nombres de 15 mujeres canadienses prominentes.
En Estados Unidos también destaca el caso de George Jo Hennard de 35 años, autor de la masacre de Killeen en 1991: condujo su camioneta a través de la ventana frontal de vidrio de una cafetería y gritó: «¡Todas las mujeres de Killeen y Belton son víboras! ¡Esto es lo que nos han hecho a mí y a mi familia! Esto es lo que el condado de Bell me hizo. ¡Este es el día de la retribución!». Numerosos informes del caso incluyeron relatos del odio expresado por Hennard hacia las mujeres, y un ex compañero de habitación del agresor afirmó que este «Odiaba a los negros, hispanos y homosexuales. Dijo que las mujeres eran serpientes y siempre tenían comentarios despectivos sobre ellas, especialmente después de peleas con su madre». Así mismo, sobrevivientes de la cafetería dijeron que Hennard había pasado por encima de los hombres para disparar a las mujeres e incluso llamó a dos de ellas como «perra» antes de dispararles; pese a ello, el carácter misógino de esta masacre fue obviada e invisibilizada por las autoridades y los medios de comunicación.
George Sodini, de 48 años en 2009 irrumpió en un gimnasio y mató a tres mujeres. El hombre tenía meses preparando el ataque según escribió en su blog, donde también manifestaba su frustración y odio hacia las mujeres porque no le prestaban atención: «No comprendo nada. No soy ni feo ni especialmente raro. No he hecho el amor desde julio de 1990 (yo tenía 29 años). (…) Las chicas y las mujeres nunca me miran EN NINGUNA PARTE».
Elliot Rodger, un joven de 22 años que en mayo de 2014 acabó con la vida de siete personas, hirió a 13 más y luego se suicidó. El hombre grabó un vídeo en el que explicaba por qué lo hacía: «He tenido una existencia de soledad, rechazo y deseos insatisfechos (...), nunca les he atraído pero ahora les voy a castigar por ello (...), putas rubias, mimadas y pretenciosas (...), van a ver que soy, en realidad, el superior, el verdadero macho».
Chris Harper-Mercer, de 26 años, en 2015 en un instituto de Roseburg (Oregón, EEUU), mató a nueve personas e hirió a ocho más. Se suicidó tras dejar un texto en el que explicaba que estaba desesperado por no tener pareja.
En los últimos años se han hecho más frecuentes los asesinatos de mujeres por parte de los hombres porque no desean estar con ellos, porque han sufrido rechazos, porque sus relaciones sexo-afectivas han fracasado, porque no consiguen tener sexo. Estos crímenes encuentran amparo y legitimidad en los grupos de supremacistas masculinos, específicamente A voice for men conformado en Texas y Return of the kings en Washington D.C., incluidos durante 2017 en el mapa de los grupos de odio de Southern Poverty Law Center (SPLC). Según el informe, estos grupos ven a las mujeres como una plaga, las consideran una «fuerza maligna en la sociedad», son percibidas como malvadas y llamadas «zorras», persiguen una subyugación total y abogan públicamente por dar muerte a todas las mujeres.
Sin embargo, no ha sido sino en los últimos meses que estos crímenes misóginos comienzan a llamar la atención de los medios de comunicación y de la opinión pública. Recientemente ha hecho eco en los medios los denominados «incel», un término en inglés que significa célibes involuntarios, que describe a estos hombres que no logran mantener una relación afectiva o sexual, que descargan su frustración contra las mujeres en salas de chat donde se agrupan, y algunos han pasado del pleno odio discursivo a la práctica femicida. Un ejemplo de ello lo constituye Alek Minassian, un joven de 25 años quien el pasado mes de abril pasó de los foros a los hechos y embistió su furgoneta alquilada contra las personas que estaban en una céntrica calle en Montreal, Canadá. El hombre mató a 10 personas (ocho eran mujeres) y causó heridas a otras 15; el agresor justificó el hecho con la frase: «ellas se lo buscaron».
Pero pese a los antecedentes y la magnitud de estos hechos, estos crímenes continúan invisibilizados; no obstante, su prevención, atención, sanción y erradicación dependen de las posibilidades de comprensión y desmitificación de estos crímenes. No son hechos aislados, como tampoco son excesos o arrebatos de hombres enfermos; son femicidios misóginos, cometidos por hombres heterosexuales quienes desde una concepción biologicista consideran a las mujeres meros objetos disponibles para su uso y consumo, es decir, para la satisfacción de sus necesidades sexuales y reproductivas en el contexto de una sociedad patriarcal, androcéntrica, permisiva y femicida.