Llegué a Querétaro, México, el 2 de mayo. Desde entonces, no he hecho otra cosa que disfrutar de su comida: me encantan los tacos —sean de canasta, al pastor, dorados o de otros; lleven chorizo, tripa, frijoles u otra de las decenas de opciones; vayan en tortilla grande o pequeña—, el mole —el primero que probé fue el poblano, se hace con chocolate amargo, diferentes tipos de chile, almendras, plátano, nueces, pasas, ajonjolí, clavo, canela, perejil, pimienta, cebolla, ajo y tortillas, con la salvedad de que se pueden omitir algunos ingredientes—, el queso Oaxaca —delicioso para las quesadillas—, ente otras delicias. Aprendí también el gusto de comer picante, porque en México todo es susceptible de picar.
Pero esta deliciosa estancia me ha hecho extrañar algo fácil de adquirir en Bogotá, Colombia: el pan. ¿Acaso no hay pan en México? Sí lo hay, pero no es igual y no se consigue igual de fácil. En Bogotá es fácil encontrar una panadería cada cierto número de cuadras —en algunas zonas de la ciudad el intervalo puede ser de 2, y no estoy exagerando, esa era la distancia que había entre la panadería donde yo compraba y otras dos—. Según el diario económico colombiano La República, en Bogotá hay 8.000 panaderías o establecimientos que venden pan horneado allí mismo. Es fácil encontrar pan en las mañanas y es habitual ver gente en pijama en las panaderías esperando su turno para llevarse su bolsa de pan, que ronda los €0,60 y tiene 10 panes.
Cuando hablo de esos 10 panes me refiero a unidades pequeñas y no al pan grande que se divide, como la baguette —o pan francés, como le llamamos—, que debe cortarse o dividirse con las manos. Haciendo un ejercicio de memoria, me atrevo a afirmar que en Bogotá es más común comer un pan pequeño que tomar una parte de uno grande.
Aunque es fácil comer y comprar pan, Colombia es uno de los países que menos consume pan en Latinoamérica, con 22,2 kilogramos al año por persona, lejos de los 96 kilogramos de Chile, según los datos de 2017 del estudio Taste Tomorrow de la organización internacional Puratos, dedicada a la producción de panes, pasteles y chocolates. El dato no sorprende, ya que si bien en Bogotá se consume pan en grandes cantidades, en otras regiones, como el Eje Cafetero o Antioquia, hay otro acompañante mañanero —en el mismo estudio se asegura la gente consume pan al desayuno mayoritariamente— que está por encima: la arepa.
En Bogotá, donde el pan es rey, el trato que debería recibir este alimento debería ser similar al que recibe en París. Allí la devoción por la pastelería y la panadería es de fama mundial, tanto que permite al comediante John Oliver asegurar que allí la pastelería tiene más derechos constitucionales que las personas; tanto que si les digo que la revista Etiqueta Negra tiene un perfil del mejor panadero de París (2015), seguro van y lo consultan —es bueno, se los recomiendo—.
Pero esa coronación no ocurrirá por una sencilla razón: el pan que se consigue allí suele ser sencillo, de pocas pretensiones y mucha efectividad. Puede que no suene halagador decirlo, pero es ahí donde radica la virtud del pan que tanto extraño.
«Cuando después de haber llorado una pérdida irreparable uno se acomoda la cazuela de arroz en las piernas, y se la despacha con cucharon de madera, es porque sabe que el arroz nos da alimento sin exigir nada a cambio, ni siquiera un cuchillo»,
dice Alma Guillermoprieto, mexicana ganadora del premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades del 2018, en su texto ‘Las harinas’, incluido en Los placeres y los días. Esto aplica para el pan que consigue en Bogotá, que ni siquiera te pide cazuela o cuchara. Es el alimento predilecto de quienes llegábamos a casa, a la hora que fuere, y no encontrábamos nada más que comer: está ahí cuando se le requiera.
Y no se trata de un último recurso nada más. Si pienso en los mejores panes que he probado, a mi mente viene el pan que tenía mi amigo, Andrés Malo, en el centro de la mesa del comedor; un pan que todos sus amigos nos comíamos siempre que lo visitábamos, sin preocuparnos por el desayuno del día siguiente de sus hermanos y sus padres. La culpa era del pan por saber tan bien. Recuerdo también la ocasión que probé la torta de pan en el barrio la Perseverancia, lugar para ser cuidadoso, con mi amigo de Eslovenia, Grega Bulc. Él quedó sorprendido por su precio —€0,15 la pieza— y por su sabor.
Extraño el pan rollo, el blandito, el hojaldrado, esos con dulce de guayaba por dentro y azúcar encima, el de chocolate, por nombrar algunos. Extraño las mogollas —panes redondos— y sus variedades: de coco, negras con bocadillo, integrales —la única comida integral a la que nunca me negué—, entre otras. Comía dos o más siempre, porque comerlos era fácil. Por algo los papás y las mamás siempre dicen: «no se llene de pan».
En México los panes suelen ser dulces y no dejan que uno pueda comer más de uno o dos, su preparación es más compleja y su dulzor es bueno para un café negro y sin azúcar. En cambio el pan de Bogotá se deja comer con el chocolate, con el café, con la changua —caldo con leche, huevos, cebolla, sal, mantequilla y cilantro—, con el té, con Coca-Cola, con lo que sea.
Durante la Feria del pan y la pastelería de este año, realizada en Colombia, se habló de la necesidad de mejorar la formación de los panaderos, para pensar en nuevas formas de preparación y en internacionalizar el pan colombiano. Ojalá eso no arruine mi pan sencillo, el que tanto extraño. Si eso llega a ocurrir, me maldeciré por no haber aprendido a hacer pan.