El siglo XX nos dejó grandes contrastes. A la aceleración del desarrollo científico, los grandes avances en el área de la comunicación y las innovaciones en el campo de la tecnología, se contraponen la pobreza, la exclusión y el desamparo de tantos seres humanos. El siglo XX ha sido el más civilizado... pero, también, el más bárbaro. El más brillante y, a la vez, el más oscuro de la historia...
Entramos al siglo XXI entre luces y sombras que nos obligaron y obligan a meditar e imaginar: ¿estamos preparados para el siglo XXI? La reflexión filosófica y el saber científico nos han conducido desde múltiples certezas a un océano de dudas e incertidumbres.
La revolución de las nuevas tecnologías es fuente de transformaciones económicas, sociales y culturales sin precedentes, de las que apenas empezamos a percibir toda su amplitud. ¿Es esta nueva revolución industrial el preludio de una nueva edad de desigualdades y segregaciones? ¿Se traducirá a escala mundial en un crecimiento de las disparidades entre ricos y pobres? Evitarlo no sólo precisa importantes esfuerzos económicos, sino también notables inversiones en favor de la educación y la formación.
Es esta sociedad civil la que libra la primera revolución del siglo XXI, encarnada en el movimiento antiglobalización Otro Mundo es Posible. La tercera revolución industrial –desde 2011 ya se propugna la «revolución 4.0», con cambios sustanciales a la organización del trabajo, los modos de producción, la redistribución del poder económico- cimentada en la era de la información y las nuevas tecnologías en todos los aspectos de la vida humana, que está cambiando el mundo.
¿Cuáles son las consecuencias que experimenta el tejido social debido a esta revolución informática que «convierte a cada uno de nosotros en el motor inmóvil de una infinidad de desplazamientos virtuales»? La impunidad a escala internacional y, por ende, la carencia de estabilidad y seguridad; la transferencia de responsabilidades públicas desde los gobernantes al «mercado»; el extremismo nacionalista y religioso; el fanatismo étnico y el rechazo a la diferencia... han conocido una lamentable reactivación en las últimas décadas y, como respuesta a ellos, la enfermedad de nuestro tiempo: la indiferencia. «Más que la maldad de los malos, me preocupa la indiferencia de los buenos», decía Martin Luther King.
Un fantasma recorre el mundo: la sociedad disociada que, lejos de fortalecer la convivencia planetaria - «Nosotros los pueblos» - y la convergencia sinérgica de las naciones, ha sometido el mundo a una lógica fractal. Se han debilitado y roto los núcleos de cohesión social tradicional: la familia, el Estado, la escuela, el trabajo y las instituciones.
El incumplimiento de múltiples promesas formuladas por los países más prósperos a los menesterosos es una de las raíces principales de los problemas que acechan al siglo actual. ¿Cómo devolver a la humanidad la pasión, el amor, los sentimientos y el sentido de la vida? Habrá que cambiar el rumbo antes de que sea demasiado tarde...
Por fortuna, la mundialización no se reduce a los ordenadores, las telecomunicaciones, los mercados financieros, los paraísos fiscales y los tráficos, sin leyes ni códigos de conducta, porque no es sólo virtual. La mundialización genera también un fuerte sentimiento de pertenencia y de común dependencia. Por ello, la mundialización de los acontecimientos suscita la mundialización de las voluntades, ilustrada por el auge de la sociedad civil y los movimientos internacionales de solidaridad. Esto ha generado la aparición del nuevo actor del siglo XXI, que es la sociedad civil organizada en sus redes de expresión a través de Internet y sus clamores.
Esta mundialización, la de rostro humano, debe apoyarse en la consolidación de un espacio público democrático a escala mundial y en su recreación permanente a escala nacional con los valores fundamentales - «ideales democráticos» les llama la Constitución de la UNESCO- de libertad, igualdad, justicia y fraternidad.
¿Cuáles son las premisas de este nuevo comienzo cada vez más apremiante? La primera está representada por el magnífico verso de Miguel Martí i Pol: «¿Quién, sino todos?» Las nuevas tecnologías al servicio de una educación para todos y a lo largo de toda la vida, a través de una bien concebida y dirigida educación a distancia podrían asegurar el acceso de todos y liberar al ser humano de la ignorancia y la manipulación. Educación es «dirigir con sentido la propia vida», es tener tiempo para pensar y elaborar respuestas propias, es no actuar al dictado de nadie. Las nuevas tecnologías, junto al riesgo de convertirnos en receptores, en espectadores, en lugar de emisores y autores, facilita la generalización del acceso y permite que sean todos en cualquier momento de la vida quienes accedan a la información, a las fuentes del saber. Y puedan participar... y, por tanto, ser verdaderos ciudadanos del mundo. Todo ello en manos de un profesorado muy competente para que sea siempre la humanidad la que domine la tecnología. Es necesario convertir la educación «a distancia» en el instrumento de una educación sin distancia, democrática y adaptada a cada uno, impartida en todas partes y sin exclusiones. Es la base de una educación universal, abierta y sin fronteras, humana, no discriminatoria y ética.
Estamos ante una revolución descarriada que puede hacer que ser informado prevalezca sobre ser consciente. Donde la información prime sobre la reflexión, el saber sobre la sabiduría, dando lugar a una nueva «inteligencia» más dependiente de las influencias y las representaciones exteriores... A mayor docilidad y sometimiento se haría realidad la terrible predicción de José Saramago:
«¿Llegaremos a tecnología 100, pensamiento 0?»
Las nuevas tecnologías nos sitúan ante nuevas oportunidades pero, también, ante nuevas amenazas. Todo depende de nosotros. De nuestra educación, es decir, de nuestra capacidad de decidir y escoger por nosotros mismos lo que queremos ser y hacer cada día.
La convivencia y el diálogo intercultural, así como la libre circulación de la información y de los conocimientos, serán las mejores políticas para, frente a la globalización tecnológica, proteger la identidad y la diversidad cultural en un marco democrático a escala nacional y global. Lo que equivale a situar cada cosa en su sitio: los valores, los conocimientos, la información, los instrumentos... y enderezar así los presentes derroteros hacia una cultura de paz, que aguarda, después de tantos siglos de violencia, para proporcionar a las futuras generaciones un futuro más humano y luminoso.
Una de las grandes contradicciones que vivimos actualmente es la coexistencia de democracias nacionales con una oligocracia a escala mundial. Es un hecho histórico la «marcha hacia la democracia» en la mayor parte de los países del mundo. Las leyes y los mecanismos que garantizan su cumplimiento se basan en la esencia de la democracia: la voz del pueblo, representada en los Parlamentos y en la libertad irrestricta de los medios de la comunicación. En cambio, cuando pasamos al ámbito supranacional, no hay códigos de conducta ni capacidad punitiva. Es una jungla ingobernable –tráficos de capitales, de armas, de personas ,de drogas – donde sólo rigen poderosos conglomerados públicos o privados. Las Naciones Unidas, única posibilidad de disponer de un marco ético – jurídico global, han sido progresivamente relegadas por los países más prósperos (G-7 ó G-8) a funciones humanitarias, reduciendo sus atribuciones y recursos humanos y económicos.
La brecha entre los países más avanzados y los más menesterosos se ha ampliado, al haberse incumplido los acuerdos alcanzados sobre desarrollo integral y endógeno, originándose situaciones de alto riesgo para la estabilidad mundial, con un serio deterioro de los equilibrios sociales, naturales, culturales y éticos, acumulándose la riqueza y los saberes en un polo, cada vez menor, y la miseria y la marginación en el otro, cada vez mayor. Compartir el conocimiento es esencial en la lucha contra la pobreza y la exclusión.
Estamos en «...tiempos de dudas y renuncias en los que los ruidos ahogan las palabras», como tan bellamente escribió Miquel Martí i Pol en 1981 (en L’ámbit de tots el ámbits). Empeñados por igual en la libertad de expresión y la no violencia, cuando se acallan las voces de las Naciones Unidas y de sus Instituciones, cuando - como entre Calvino y Castellio- hay que defender el principio de la palabra frente a la espada. El silencio de «la voz del mundo» va en contra de los intereses generales porque propicia la frustración, la exclusión, la radicalización.
Lo último que yo desearía es que alguno de nuestros descendientes volviera la vista atrás y –como Albert Camus - nos despreciara «porque pudiendo tanto nos atrevimos a tan poco». Tenemos que atrevernos a buscar juntos soluciones alternativas y nuevas maneras de abordar y gestionar los retos del mundo. Ser diversos es nuestra riqueza, actuar unidos será nuestra fuerza.