Estamos en un balneario de la V Región, casa de amigos que viven cerca de la costa, en una de esas «parcelas de agrado», rincones de supuesta vida tranquila... hasta que te tocan como vecinos los primates ruidosos del tercer milenio, que hacen del reguetón su continua y machacona sinfonía existencial, torturando sin piedad al resto. Una mujer de mediana edad, teñida de rubio, cargada de anillos y pulseras de bisutería, exclama:
«Este asunto de los inmigrantes se está volviendo insoportable. Aquí en la costa antes no se veían negros; ahora las calles se llenan de haitianos, deambulando sin hacer nada. Es inquietante…».
«¿Cómo sabe usted que son haitianos?»
«Porque son bien negros, casi azabaches».
«Cuando usted afirma que “se llenan las calles”, ¿se refiere a miles de ellos?»
«Bueno, miles no serán, pero muchos, demasiados».
«Quizá quiere decir usted que los negros son más visibles para nosotros, porque los distinguimos de inmediato, en cambio, nuestros mestizos chilensis son millones, pero se mimetizan con el paisaje, merced a su color gris terroso, como suele ser casi todo en esta isla flaca y adusta. Ahora, si está usted inquieta por algún peligro en ciernes, creo que los “nuestros” son harto más peligrosos».
«Eso habría que verlo, porque está llegando gente muy indeseable, hasta narcotraficantes y prostitutas. Muchísimos…».
«No son tantos, queda claro, si nos atenemos a las estadísticas, pero como son de piel oscura, se notan más, ¿cierto? Porque en el centro de Chile jamás proliferaron inmigrantes de raza negra –o afros, si prefiere-. Es que somos harto racistas en este país adolescente».
«Yo no soy racista, no confunda… Lo que quiero decir es que nos llenamos de estos inmigrantes que no aporta nada al país… Ni siquiera saben hablar español».
«Usted, ¿cuántas lenguas habla?».
«No le entiendo. ¿A qué viene su pregunta?».
«A que si usted se viera forzada a emigrar, por ejemplo, a los Estados Unidos, ¿cómo lo haría para darse a entender?».
«Hágame el favor, yo no necesito emigrar».
«Eso es, usted lo ha dicho, se emigra por necesidad, por hambre. Y los que emigran son, por lo tanto, los menos favorecidos en todo ámbito de la vida social, comenzando por la educación. No vienen premunidos de diplomas académicos o profesionales, ni siquiera saben redactar un curriculum vitae al uso ejecutivo de hoy».
«Por eso lo digo, debieran someterlos a una buena selección antes de ingresarlos al país».
«Si así fuere, se produciría de veras el riesgo de venir a “quitarles el trabajo” a muchos chilenos, porque aun con lo poco instruidos que parecen estos inmigrantes centroamericanos que están llegando, su cultura general, comenzando por el lenguaje (caso de los hispanohablantes) es harto superior a la de nuestros compatriotas de nivel social equivalente… Y no me refiero a lo que entendemos por urbanidad o educación de los modales; basta para ello concurrir a restaurantes o tiendas atendidos por colombianos (as), venezolanos (as) o dominicanos (as), donde derrochan amabilidad y sonrisas».
«Mire, yo amo a mi país y a mi gente y no entiendo para qué traen inmigrantes cuando falta trabajo para nuestros compatriotas. ¿Acaso no se ha enterado de la cifra de cesantía?».
«Iba yo a recordarle que viven fuera de Chile más de un millón de chilenos emigrantes. No todos de conducta irreprochable, a juzgar por las continuas noticias acerca de sus ocupaciones como lanzas, carteristas y monreros de exportación, pero me abstuve, porque hay diálogos imposibles, aunque se entablen en el mismo idioma. Los pequeñoburgueses de este país, o clase media emergente, con su sesgo invariable de nuevo-riquismo winner y vulgaridad farandulera, viven o pretenden vivir en una suerte de burbuja social donde nadie atente contra sus valores consumistas y su estabilidad económica».
Todo lo que no discurra por este carril es peligroso y debe ser denunciado y combatido. A pesar de todo, me dieron ganas de leerle a la dama contradictora unas líneas de la extraordinaria novela Los Inmigrantes, de Howard Fast, novelista estadounidense que fuera víctima del macartismo.
Y pese a que los paradigmas literarios hace mucho que no cuentan en nuestra subcultura, traigo a colación lo que escribe el gran narrador, a propósito de miles de individuos que, a fines del siglo XIX, arribaban a Nueva York:
«Los inmigrantes no tenían conciencia del papel que estaban desempeñando. No soñaban con la Historia ni se veían a sí mismos como parte de esa Historia. Compartían una mitología del lugar a que se dirigían, pero apenas si conocían nada de la realidad de ese lugar. La miseria les absorbía. Les absorbían las náuseas. Les absorbía el sufrimiento de sus estómagos. En el cabeceante, movedizo y fétido camarote de unos seis metros cuadrados, ocupado por ocho seres humanos. Cuatro adultos y cuatro niños, que apestaba a una mezcla de olor corporal y vómito y carecía de toda ventilación, se hallaban inmersos en los diversos grados de su miseria, y esta miseria les parecía prolongarse toda una eternidad».
A fuer de ser yo repetitivo, este relato aún me cuadra y conmueve, como hijo de emigrante gallego. Esta circunstancia me hace reaccionar con vehemencia cuando se trata de menospreciar a los inmigrantes, asunto que se exacerba en Chile por nuestra idiosincrasia, a la vez aldeana e isleña, aquiescentes con los rubios, sean estos gringos o sajones o germanos, hostiles con individuos de etnias supuestamente unidas por la dudosa fraternidad latinoamericana.
Carlos Marx afirmó, en las primeras líneas del Manifiesto Comunista: «La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clase». Me permito enmendarle la plana (modestamente; a modesto no me gana ni Dios), dejando en claro que «la historia del ser humano, desde sus orígenes, es el flujo interminable de las migraciones».
Los primeros emigrantes fueron Adán y Eva, forzados a buscar el sustento por sus propios medios, luego que Jehová Protocapitalista les impidiera el acceso a supermercados y multitiendas del Paraíso, debido al pecado original en sus dos versiones: comer del árbol de la ciencia; o disfrutar de los placeres del sexo. Bueno, también el hambre es una especie de senderos que se bifurcan hacia lo desconocido, en las escasas opciones que se ofrecen hoy a los condenados de la Tierra.