No puede ser de otro modo. Karl le mató el punto a Jesucristo, quien apenas resucitó una pijotera vez, al cabo de tres pinches días. Marx resucita cada año de dios –si oso escribir– desde que la palmó el 14 de marzo del año de gracia de 1883, en Londres, hace exactamente 135 años.
Para medir la hazaña debes saber que, tras la muerte, el cuerpo se transforma rápidamente. Los musculos, inactivos, se ablandan. El corazón, que ya no bombea nada, se desploma en sus propios tejidos. El cuerpo, sin sangre que circule, se pone pálido (pallor mortis), luego lívido –rojo y violeta– en los lugares en los que se acumuló la sangre (livor mortis). La temperatura cae en promedio de 0,8ºC a 1ºC cada hora, hasta alcanzar la temperatura ambiente (algor mortis).
En los músculos cesan las reacciones bioquímicas, y el cuerpo se pone rígido a las tres horas del fallecimiento (rigor mortis). El calcio inunda las células, provocando la contracción de los músculos. La plena rigidización llega de 9 a 12 horas del último suspiro. Luego el cuerpo se pone fláccido.
Dos o tres días después de la muerte aparece una mancha verdosa en el abdomen. La putrefacción comenzó, gatillada por las bacterias de los pulmones y del aparato digestivo. Los gases emitidos –freón, benzeno, azufre, tetracloruro de carbono– no pueden ser evacuados. Por consiguiente el abdomen se infla, la lengua sale de la cavidad bucal y los ojos de sus órbitas. El olor resultante es nauseabundo. El tema va de Michael Jackson en plan Thriller.
Como ves, la resurrección tiene mérito. Karl –que de insurrecto pasó a resurrecto– ni siquiera tiene un padre en cielo, ni un alter ego en plan espíritu santo, ni puede reclamarse de la raza de los semidioses como Heracles.
Su resurrección suele ser la obra de quienes, de manera recurrente y obcecada, le matan con frecuencia. Marx ha muerto es la declaración anual obligada de economistas en búsqueda de su destino, y titular de la prensa que les da tribuna. El mismo tipo de espécimen que, en un arranque de sinceridad o de impotencia, reclama el concurso de Marx para entender lo que ocurre en la World Economy.
Es el turno de Patrick Artus, economista liberal, quien lanza –acojonado– una advertencia alarmante: «Marx tenía razón». ¿No digas?
Artus –poco sospechoso de simpatías marxistas– es Director de Investigación en el banco Natixis, profesor en la muy selecta Escuela Politécnica de París, y profesor asociado en la Universidad Paris-I-Panthéon-Sorbonne.
Ahora bien, Patrick Artus, en su última nota dirigida al banco de sus amores, escribe: «Hoy en día la dinámica del capitalismo es la que había previsto Marx».
Artus estima que si los capitalistas utilizan la especulación y reducen los salarios es para combatir la baja tendencial de la tasa de ganancia descrita por Marx (considerada por Karl como su más grande descubrimiento en Economía Política). Con el riesgo, dice Artus, de desestabilizar toda la economía y hacerla bascular en la crisis.
Tú piensas lo que te venga en gana, pero el tal Artus no está descubriendo la pólvora: lo venimos diciendo desde hace casi 40 años, desde que la versión más brutal del capitalismo –el neoliberalismo– se transformó en palabra divina.
La prensa financiera, atónita, declara que nadie se esperaba una ofensiva proveniente de ese lado de la barricada. De ahí a tratarlo de traidor hay un paso.
Gráficos mediante, Artus demuestra la realidad de una de las contradicciones fundamentales del capitalismo, y uno de sus principales motores, conocida como la baja tendencial de la tasa de ganancia. Ley del capitalismo –Marx dixit– cuya existencia ha sido rechazada con virulencia por los «expertos» visto que explica por qué el capitalismo porta en él mismo el germen de su propia crisis, el de su fin ineluctable.
Hace algunos años (2010), Artus explicaba las crisis recurrentes: «sobre acumulación del capital (…) de la cual surge la baja tendencial de la tasa de ganancia. Reacción de las empresas (…) comprimiendo los salarios, (…) de donde proviene la baja del consumo». Que a su vez alimenta la sobre acumulación del capital. El círculo no solo es vicioso sino también mortal.
En el tercer volumen de El Capital, –publicado en 1894 por Engels–, Marx explica que
«está en la esencia de la producción capitalista el arrastrar con su desarrollo progresivo la transformación de la tasa de plusvalía en tasas de ganancia cada vez más pequeñas».
Habida cuenta que la importancia del «trabajo vivo» (trabajo humano, o «capital variable», única fuente de plusvalía) disminuye continuamente en relación al trabajo materializado (el «capital constante», o sea herramientas, máquinas, y ahora robots), resulta que la tasa de ganancia, que mide la relación entre la plusvalía y el capital total (ROI: return on investment) debe «disminuir progresivamente». Esa baja es tendencial, y no absoluta, dice Marx, visto que los capitalistas hacen todo lo que pueden para combatirla.
La ola de privatizaciones, la liquidación de los servicios públicos –Salud, Educación, Transportes–, la reducción de la masa salarial, la confiscación de los fondos de pensión, forman parte del arsenal de medidas del capitalismo para elevar la tasa de ganancia.
Patrick Artus, que como queda dicho es un neoliberal convencido, evoca la «lógica implacable» de esta «dinámica del capitalismo». A su juicio, el aumento del rendimiento del capital entre los años 2010 y 2017 se explica por la reducción de los salarios. De ese modo en vez de bajar, la tasa de ganancia aumentó. Cosa curiosa, en el mismo periodo la productividad del capital se degradó brutalmente. El aumento del lucro se debe a la deformación de «la repartición del ingreso en detrimento de los salarios» gracias a la baja del poder de negociación de trabajadores que sufren del desempleo y de la «flexibilidad laboral» que en Chile preconizan pájaros como Ricardo Solari, Alejandro Foxley y Harald Beyer.
Como todo economista que se precia de tal, Artus abunda en cifras, porcentajes y cálculos varios. Así, en los países de la OCDE –Chile forma parte del lote– los salarios han progresado menos que la productividad de los trabajadores en los últimos 15 años. A productividad constante, los salarios han perdido no menos de un 10%.
Uno se explica que los gobiernos al servicio del gran capital se esfuercen en flexibilizar el mercado del trabajo y en demoler los sindicatos.
Cuando la compresión de los salarios llega al límite soportable, el capital juega otra carta: «La utilización de actividades especulativas para acrecentar su rentabilidad». Eso consiste, mayormente, en apoderarse de parte de la rentabilidad del prójimo, o sea de otras empresas, o de otros sectores de la actividad económica. Se trata de una rentabilidad empresófaga: los peces chicos, o más débiles, nutren a los peces gordos. «Esta dinámica –agrega Artus– conduce necesariamente al aumento de la desigualdad de los ingresos, y a las crisis financieras». Marx no lo hubiese dicho mejor, pero lo dijo primero.
Hasta ahí, hay que decirlo, Patrick Artus no ha inventado ni el agua caliente, mucho menos la pólvora. Se limita a cacarear lo que Marx explicó hace varias lunas, lo que los economistas moldeados en la horma del discurso único –incluyendo a Artus– han combatido, negado y vilipendiado durante más de un siglo.
Pero no basta con tener un razonamiento justo, ni con visualizar claramente las razones que llevan a las crisis recurrentes, cada vez más profundas, que sufre el capitalismo.
Lo importante reside en sacar conclusiones sobre la base de las cuales definir una política económica que abandone el dogma, y cambie radicalmente el modo de distribución de la riqueza creada con el esfuerzo de todos.
Artus aconseja cambiar las prioridades de empresas cuyo principal objetivo es satisfacer las insaciables ansias de lucro de sus accionistas. Reconocer que el interés de los asalariados debe ser tomado en cuenta, al mismo tiempo que el daño provocado al medio ambiente, a la Naturaleza.
Se trata del mismo Artus que, en las premisas, declaraba haber comprendido «la lógica implacable del capitalismo». Esa lógica es como la fábula del escorpión y la rana. El escorpión terminará por picar y matar a quien le ayuda, «porque eso está en su naturaleza».
Los reformistas que sueñan con vacunar el capitalismo contra su propio virus están aun más atrasados que Patrick Artus: todavía no logran comprender «la lógica implacable del capitalismo».