La realidad virtual es sumamente conocida. Es una representación digital de la realidad.
Pensemos en una película como Avatar. Esta trata de un conflicto en Pandora, una luna del planeta Polifermo, habitada por una raza humanoide llamada na'vi, con la que los humanos se encuentran en conflicto debido a que uno de sus clanes está asentado alrededor de un gigantesco árbol que cubre una inmensa veta de un mineral muy cotizado.
Lo atractivo de la película es la representación hiperreal del bosque, sus animales y la flora. Es un espectáculo digital de colores fluorescentes, de ritmos y de espectáculos asombrosos. Los animales danzan; las mariposas vuelan en forma sincronizada y los pájaros sirven de aviones.
Cuando me toca llevar a mis alumnos a nuestros parques naturales la influencia de la realidad virtual de películas como Avatar se hace sentir. Mis alumnos no pueden con el ritmo lento y la falta de acción. Ellos esperan, como en las películas, que nuestros monos canten y bailen, que las mariposas se agrupen por colores, que las urracas desfilen sincronizadas, que los caballos tengan alas y que, de repente, brinquen los unicornios azules.
Sin embargo, en vez de tanta acción, el parque nacional ofrece silencio y el canto de un pájaro bobo cada media hora; un mono que salta cada dos y uno que otro sapo que aparece cada tres. Esto no es como Avatar, es la mar de aburrido y mis estudiantes prefieren, antes de descubrir algo nuevo en el bosque, ver una versión digital en Youtube.
La realidad virtual, pues, es muchas veces nociva porque hace lento y aburrido lo no virtual.
No obstante, la realidad virtual hace que perdamos de vista algo mucho más interesante y fundamental: la virtualidad de la realidad.
¿Qué es entonces lo virtual de lo real? Pues es la influencia, en nuestras vidas, de lo que aún no existe o que ha dejado de hacerlo.
Pensemos en nuestros difuntos. Tal vez nuestra madre o nuestra abuela murió hace ya algún tiempo. Sin embargo, nuestra vida sigue regida por ellas. Cuando hacemos algo que creemos que no aprobarían, nos sentimos culpables y pensamos que aún nos hablan al oído: la influencia de algo virtual en la realidad. Y si no son nuestros difuntos quienes nos susurren serán entonces otros personajes virtuales como el país, la patria, el partido, la raza o la religión.
Otra virtualidad de la realidad es el poder patriarcal. No existe un padre que lo represente y ya muy pocos se atreven a justificarlo. Sin embargo, el sistema patriarcal es tan real como siempre. Su influencia no se basa en que un padre cualquiera pueda castigarnos, sino en la insinuación de su poder. Es más, si nos pegara, su mandato se vería disminuido. El que lo haga suele ser visto como débil y como ridículo.
Su poder es virtual: una mirada de desaprobación, una ceja levantada o una ligera mueca. Es así cómo se implanta el género en nuestras cabezas: no es necesario imponerlo por la fuerza ni siquiera defenderlo: lo aprendemos como si fuera tan natural como respirar o comer. Es esta la verdadera ideología de género y no su análisis académico que lo que busca es demostrarnos como lo que creíamos «natural» no es otra cosa que artificial