Las regiones fronterizas de Latinoamérica siempre han tenido fama de ajetreadas, problemáticas y peligrosas. Se escuchan historias de contrabando de gasolina, tráfico de drogas y armas, secuestros y trata de personas, ajustes de cuentas y sobornos. Uno, como turista, normalmente no se plantea que pueda estar influyendo en esa realidad y en las vidas de cientos de personas. Sin embargo, una visita consciente a la zona rural de Santa Marta, Colombia, es suficiente para entender que los extranjeros marcan, en gran parte, el ritmo de la región.
La ciudad de Santa Marta, en el departamento norteño de Magdalena, se encuentra a unos 250 kilómetros de la frontera con Venezuela pero, al ser la primera ciudad grande en Colombia desde esa línea divisoria, tanto en ella como en su zona rural se vislumbran fenómenos propios de una «ciudad sin ley». No son totalmente obvios, pero una caminata de un día entero por la naturaleza de Bonda, con un avispado joven local como guía, abre los ojos a porrazos.
Los que querían ser prostitutos y los que lo son
Este joven guía tiene una historia de vida peculiar y bastante intensa para sus 19 años de edad. Nos cuenta que hace unos años, en su colegio, le ofrecieron a él y a sus amigos ser prostitutos. Varios de ellos asistieron a la entrevista. Algunos fueron seleccionados y ejercen actualmente, otros fueron echados para atrás por su insuficiente altura o masa muscular o por ser feos.
Al guía -pongámosle de nombre Arístides- le hubiera gustado ser prostituto. Te lo asegura. Quiere ganar dinero con sexo. «¿Qué hay de malo?», dice, «a uno le llevan a buenos lugares, tiene sexo todos los días y gana bien». Es el caso de su amigo -digamos Jeová-. Con la misma edad de Arístides, «tiene su departamento en la ciudad, las gringas le llevan a buenos restaurantes todas las semanas y a veces le hacen regalos o le dan drogas gratis». Tiene dinero suficiente para comprarse ropa de marca, algún reloj y un smartphone. Además, ni siquiera tiene que preocuparse de buscar la clientela: «le llaman y le citan en un lugar y a una hora». Jeová está contento con este trabajo porque es fácil y mejor remunerado que muchos en Colombia. Arístides recalca que le gustaría ser prostituto: «La vida sería más fácil».
Dinero por encima de la moral. Para unos y para otros. Las mujeres extranjeras tienen el poder de pagar por sexo porque los locales conocen la pobreza. Jeová y sus compañeros de trabajo no quieren vivir en la pobreza, les gusta tener comida encima de la mesa, ropa nueva y limpia además de ayudar a sus familias: «No están robando a nadie. Se están ganando su dinero».
Es la supremacía por el poder adquisitivo que, cuando se junta con el factor de género y edad se llega a la creciente prostitución de adolescentes venezolanas para el consumidor extranjero y local en Panamá y Colombia.
(Arístides trabajó posteriormente como camarero en un lugar de intercambio de parejas donde también recibió propinas por besos, sexo y orgías. No le desagradaba ese trabajo, pero el centro cerró. Ahora labora en un alojamiento turístico).
Mujeres embarazadas a Colombia, gasolina a Venezuela
Como Arístides no pudo ser prostituto, buscó otras formas de ganar dinero. Antes de dedicarse al turismo condujo varias veces un vehículo cargado de bidones de gasolina hasta Venezuela. Era contrabandista y no ganaba mal pero «era bastante arriesgado», y no únicamente porque pudiera saltar por los aires al menor descuido, sino por los controles policiales. A veces se podían esquivar porque alguien les decía dónde y cuándo iban a estar, pero perdieron ese privilegio y todo se complicó.
Ahora es un experto en identificar estos vehículos. Suelen pasar por los caminos de tierra de las inmediaciones al atardecer.
En dirección opuesta se está dando una gran movilización de mujeres embarazadas venezolanas, que ya recogen los medios de comunicación regionales. La mayoría de ellas están malnutridas por la falta de alimentos en su país y vienen en busca de tres comidas al día y atención médica. En los periódicos se lee que este hecho va en aumento, seguramente porque se está corriendo la voz de que Colombia pone por delante la vida de los seres humanos. A nadie se le niega la atención sanitaria, aunque no cuente con recursos ni seguro.
Taganga: drogas y sexo pagado
En toda Colombia se escucha que la pequeña aldea de pescadores llamada Taganga ha perdido todo su encanto por el tipo de turismo que recibe, aquél que busca drogas, alcohol y sexo pagado. Muchas de las mujeres venezolanas que llegan a Colombia en estos días para ganar dinero con la prostitución se dirigen, precisamente, a Taganga.
Es un secreto a voces que los extranjeros manejan el mercado de las drogas y la prostitución de la zona. Además de que la mayor demanda proviene de los extranjeros, algunos dicen que los mandamás son de origen israelí, pero ninguna fuente es fidedigna. Según declaró en una entrevista Sandra Vallejos, comandante de policía de Santa Marta, «un señalamiento directo no lo puedo hacer porque me tocaría entrar a judicializarlos. No podemos ocultar la realidad. Hay extranjeros que llegaron a Santa Marta a delinquir y que están instrumentalizando niños, niñas y adolescentes en la venta de estupefacientes y en la prostitución. Estamos trabajando en eso».
La crítica fácil
La mayoría de turistas europeos y estadounidenses cae en la crítica fácil cuando visita un país que no es el suyo. Se trata de la comparación que se hace, inconscientemente, con el país de origen y los estándares conocidos. Y, aunque muchas veces no se tiene maldad, este es un craso error, porque viajar no trata de encontrar las siete diferencias y reafirmar lo que uno ya conoce, sino de abrir los ojos y la mente para comprender otros modos de hacer las cosas y cómo la huella de cada uno de nosotros influye en la vida de los demás, tengamos más o menos dinero.