De acuerdo con la visión posmoderna del neurocognotivista Antonio Damasio, quien desentraña la verdadera naturaleza del ligamen razón-emoción con el que emitimos juicios , resulta que la racionalidad necesaria para que los intelectuales del lado de las letras y los intelectuales del lado de las ciencias superen esos retos (y que su labor sea realmente positiva para la comunidad) ha de estar imbuida de los sentimientos y emociones que brotan de lo más profundo del espíritu, porque la emoción es un factor integrante de todo proceso discursivo, de todo proceso de interpretación de la realidad, de todo acto de modificación de la sociedad.
Es por ello que pareciera que los ingentes esfuerzos provenientes de pensadores de distintas disciplinas encuentran -hasta ahora -una explicación válida para entender el porqué de esa dicotomía tan peligrosa entre letrados y científicos, entre científicos puros y tecnólogos, entre técnicos y políticos. Si la nueva ciencia cognoscitiva tiene la razón, de lo que adolece hoy la humanidad no es de falta de competencia lógica: hay más bien exceso de ella. Se adolece, más bien, parafraseando a Damasio, «de una falta de emociones que informen el despliegue de la lógica»
Lección para los que nos desenvolvemos en las esferas públicas
De estas reflexiones de Damasio se deriva al menos una lección que lamentablemente no han aprendido quienes se desempeñan en labores intelectuales o quienes pululan en esos campos sin estar bien pertrechados para ello: la falta de emoción es tan perniciosa para la racionalidad como el exceso de emoción. Ciertamente no parece que la razón salga gananciosa al actuar sin el influjo de la emoción. Al contrario, es probable que ésta nos ayude a razonar bien, sobre todo en los asuntos personales y en los sociales, orientándonos a veces hacia el sector más ventajoso para nosotros dentro del campo de las decisiones posibles, pero no se requiere que las emociones sustituyan a la razón o que decidan por nosotros.
Pero si seguimos el criterio de Damasio y aceptamos que, efectivamente, ya no son válidas las opiniones de todos los autores citados antes de él, resulta que si la emoción (subjetiva) y la razón (objetiva) se deben entrelazar para darnos la verdad, estamos enfrentados a un problema más profundo que el de la simple objetividad, dada la necesidad de bucear lo verdadero en la complejidad del pensamiento y el quehacer posmodernos.
No está de más recordar que lo que plantea Damasio había sido intuido por el físico judío- alemán Einstein en la sintética frase: «La ciencia sin religión es coja, la religión sin ciencia es ciega», con lo cual señalaba con toda claridad la enorme responsabilidad social que gravita sobre los intelectuales de uno y otro lado del conocimiento Y esto nos coloca de frente a una nueva reflexión, de carácter ético-social y que constituye el eje de nuestra reflexión : ¿cual debe ser el compromiso social de los intelectuales en el campo de la política?
¿Qué es el compromiso social?
En la vida práctica, de hecho, los científicos y los letrados, que incursionan en el campo de la política, no son personas in abstracto, sino "«seres situados» (como lo plantea el pensamiento cristiano, reflejo de la vieja ética judía). Si, situados en relación con sus semejantes, en países con intereses determinados y comprometidos en causas que se constituyen en su propio fin. Esto es la base de la «ideologización» del quehacer de científicos y de «letrados», antes de caer en la «politización electoral» de sus quehaceres.
El subjetivismo
El problema llegado al punto de la politización electoral y a la labor en funciones de gobierno es que las convicciones o certidumbres que el ser humano posee inciden en sus convicciones. Y sus convicciones le llevan a construir verdades. Pero tales verdades no son objetivas, son subjetivas, hondamente subjetivas. Ahora bien si lo que prima es la subjetividad, entonces: ¿en dónde queda la verdad? ¿ Y cuál es entonces la verdad que se comunica al público, a la comunidad, al país?
Cuando un científico o un letrado han tomado una posición respecto de la sociedad entonces puede afirmarse que han salido del ámbito de la certeza radical, para caer en el terreno de la ideología. Y este paso -inevitable- implica que pone en compromiso, en serio compromiso, su ligamen con la verdad, porque todo quehacer, toda disciplina intelectual está definida por su parcialidad y por su carácter positivo; es decir, por su acotamiento de una zona de la realidad. Aunque el conocimiento que se deriva de la ciencia o se extrae de las letras sea suficiente para sí mismo no son suficientes como conocimiento compartido por toda la sociedad.
La vida humana requiere, para ser vivida, la posesión de una certeza radical y decisiva. Radical, porque en ella han de radicar las verdades parciales. Decisiva, porque solo ella podrá decidir la discordia entre unas y otras y construir con ellas una perspectiva justa y clara. Nuestro tiempo no posee una certeza, en el sentido concreto de que ninguna creencia vigente cumple esos requisitos; de ahí la hondura de la crisis que afecta a nuestras sociedades cada vez más tecnologizadas, más intercomunicadas, muchísimo más globalizadas, pero a la vez, cada día, más insensibles y, por ende, menos y menos humanas.
El sentido de la vida
Para poder vivir en el ámbito de la verdad, el intelectual necesita, pues, una verdad más radical que la que ofrecen los ámbitos acotados de las letras o de la ciencia. Necesita algo más allá. Requiere el conocer, o al menos intuir, cuál es el sentido de la vida. No es probable que la mayoría de los seres humanos sean capaces de descubrir la verdad por sí mismos; pero no es menester: podrán recibirla como vivencia, cuando sea descubierta justificada y evidenciada por algunos. Pero ¿dónde encontrarla? ¿En la ciencia, o en la filosofía, o en la religión, o bien en la política o aun en el arte?.
El problema se ubica en que la opción es personal, pero ,como los intelectuales son comunicadores, esto es, ejemplos a seguir, no sólo por lo que dicen, sino también por lo que hacen, las consecuencias tienen grandes repercusiones sociales, lo que nos coloca en el ámbito de la ética. Pero no en el área de la ética como mero ejercicio de la mente, sino en la ética comprometida en el ámbito de lo social y más particularmente en el ámbito de la política. Si de la política, algo de lo que huyen los mas preparados, dejando el campo a los menos preparados, a los ineptos, a los que buscan su bien personal. Y los que buscan su bien personal en la política son por simple definición: personas corruptas, acepten o no esta definición.
Ética social como ejercicio político diario
Colocados en esta tesitura, los intelectuales y, muy particularmente, quienes incursionan en el área de la política, están obligados al menos a tres ejercicios éticos si en verdad están comprometidos en una lucha frontal en contra de la corrupción política :
Es necesario hacer buen uso de la libertad y de la independencia intelectual. La experiencia es de difícil interpretación, pues muchas veces hay inclinación a admitir como evidente la primera idea que se presenta al intelecto, o a tomar por evidencia lo que no es sino resultado de la familiaridad con ciertos hechos o ideas y aun el amor propio por mantenerlas sin haberlas verificado.
Además de la independencia se debe poseer el respeto a la verdad: tener el criterio de que los hechos no pueden explicarse mediante voluntades sobrenaturales o cualidades ocultas, así como tampoco por cerrar las puertas a toda manifestación que parezca venida del «espíritu», para refugiarse en la comodidad engañosa del materialismo.
La fiel observancia a la objetividad es a su vez «el fiel de la balanza«, lo que implica en el intelectual la posesión y el despliegue permanente de cualidades morales, entre ellas: la probidad, la sinceridad, el valor y la perseverancia hacia su trabajo intelectual. Pero fundamentalmente hacia la solidaridad social, el compromiso con el prójimo que se cristaliza en acciones concretas en la sociedad actual mediante un enfrentamiento frontal, sin claudicaciones en contra del principal enemigo de la cohesión social: la corrupción en cualesquiera de sus múltiples formas.
Y esto nos lleva a entender clara y palmariamente que el eje orientador de quienes participan en política requieren vivir en el ámbito de la verdad, dejando de lado los fatales consejos de Maquiavelo a su Príncipe, porque en ese ámbito el «fin que justifica los medios», no es ético definitivamente. Los intelectuales, sean del sector letras o del sector ciencias, están hoy día obligados a vivir en contra de la corrupción, no importa si su vertiente deriva del sector privado o del ámbito político.