A principios de la década de 1970, a las mujeres se les permitió, por primera vez, ingresar en los programas de posgrado de psicología de las universidades occidentales. Las leyes estaban cambiando y los tiempos también. Yo era una de esas mujeres que no queríamos otra cosa que aprender y que añorábamos ansiosamente llegar a ser parte de la profesión, algo que durante tanto tiempo se nos había negado. Pronto aprendimos que nuestra inclusión en el campo no sería un jardín de rosas. Veíamos las cosas de manera diferente. No solo la carrera misma o el hecho que la mayoría de los profesores eran hombres, sino que las mismas teorías que debíamos aprender eran excluyentes y distorsionadas.
Es decir, pronto nos dimos cuenta de que ninguna de las teorías populares de la psicoterapia había considerado realmente el género, de hecho, ni siquiera, en aquel momento, había una palabra para describirlo. Antes de que pudiéramos estudiarlo, teníamos que, como un bebé recién nacido, sacarlo de la cuna. Llamamos a la criatura «género», palabra que tomamos de los idiomas latinos. Intuimos que quizás no era tan importante que una mesa fuera femenina o que un asiento fuera masculino, pero resultó ser que, cuando se aplicaba a los seres humanos, hacía una diferencia crucial.
Este sería nuestro primer gran hallazgo y que nos obligaba a estudiar el género en cada una de las teorías y de las prácticas de campo. ¿Cómo trata el género, cuestionábamos, este enfoque? La mayoría de los estudios lo había, hasta la fecha, ignorado, con la evidente excepción de los enfoques psicoanalíticos, que colocaba, como central en su mapa teórico, el hombre y el falo. Sin embargo, lo que se decía era una característica del hombre se aplicaba ciegamente a las mujeres, de modo que ellos se convirtieron en los que tienen algo y las mujeres, siempre carentes, las que no tenían nada.
Freud y sus discípulos creían que si una mujer recordaba haber sido abusada sexualmente, lo hacía porque tenía un deseo inconsciente por su padre. En vista de que esta tesis era producto del «padre» de la psicología, ¿por qué no incorporar la figura paterna como la base de su teoría? No nos debe sorprender que mucha de la teoría psicoterapéutica se extrae de la psique de su inventor y, por ende, de la perspectiva del padre. De hecho, hace mucho tiempo desarrollé una teoría desde la perspectiva de la hija y la nombré como Antígona, la hija / hermana del Edipo de Freud. Es demasiada extenso para repetirla aquí, pero mi obra se puede encontrar fácilmente en línea.
Las estudiantes optamos, cuando vimos lo importante que era nuestra perspectiva, desarrollar una idea de psicología inclusiva. Lo que se nos vino a la mente era simple, pero revolucionario. Decidimos, en terapia, en lugar de considerar que estos informes eran fantasía o deseos inconscientes, creerle a las mujeres. Las historias de asalto sexual y de violación, de violencia intrafamiliar y de otras formas de aterrorizarlas eran tantas que asemejaban, ante nuestros ojos, un verdadero maremoto imposible de ignorar. Habíamos creído que teníamos los ojos bien abiertos, pero era tanto lo que no habíamos visto que nos hizo pausar. La razón era que cada una creyó que el abuso había sido algo propio y que si no había hecho algo para pararlo, era su propia culpa. Necesitábamos, entonces, recabar los números para darnos, finalmente, por enteradas que estaban sucediendo. Es más, aún cuando la evidencia se hizo incuestionable, muchos terapistas aconsejaban que mejor era mantenerlos escondidos porque lo principal era llevar el hogar en paz. Si la mujer llevaba su caso a terapia, se le hacía sentir su participación, se le insinuaba que tal vez ella inconscientemente lo había provocado, ya sea por su forma de vestir o por su carácter masoquista. Todas estas interpretaciones pasaron por el colador de la mirada masculina que tanto en lo cultural como en lo psicológico se hizo pasar como la visión «objetiva».
¿Por qué estoy ahora remontándome a la década de los setenta?, te puedes estar preguntando. Nuestro «ahora» es casi 50 años después y ya los terapistas, en su mayoría, han reconocido y trabajado estos temas y están enterados de las muchas agresiones que, en este pequeño planeta, viven las niñas y las mujeres. Sin embargo, el círculo de «confesar y contar» se está cerrando. Saliendo del clóset de las oficinas privadas de los terapeutas, surgen, lideradas por las celebridades y las figuras públicas, una avalancha de denuncias. Estas que son admiradas e idolatradas por el público, tienen gran credibilidad. En mi opinión, la elección en los Estados Unidos de un confeso agresor sexual e incluso orgulloso de abusar mujeres, ha llevado a muchas de ellas y hasta muchos de ellos, a querer romper el silencio. La realidad de esta situación se ha vuelto tan clara y tan obvia que cada vez más mujeres se han presentado para contar sus historias, para decir Yo también, ya sean actrices o mujeres sencillas. Estas denuncias se van haciendo cada vez más irrefutables porque los números expresan poder.
Tenemos también un cada vez mayor número de hombres dispuestos a alzar la voz y decir: «No he hecho lo suficiente para tratar con respeto a las mujeres». Sabemos qué está pasando en Hollywood, en el Gobierno, en el campo académico, espacios donde los hombres siempre han ejercido su poder. Pocos se atreven a negar la realidad que viven las mujeres. La pregunta ya no es «¿pasó realmente?», sino «¿por qué las mujeres tardaron tanto en oírse, darse apoyo y reclamar como propias las denuncias de las demás? ¿Por qué se les hace tan difícil a los hombres ser más solidarios y enfrentarse al abuso de sus congéneres?»
Romper el manto del silencio, para hombres y para mujeres, no es fácil. Ni tampoco es lo mismo. No obstante, después de 50 años, finalmente, lo que era privado se hace público y los obstáculos para impedir la violencia, se están superando.