En medio del proceso homogeneizador de las últimas décadas, que impone tendencias de carácter universal, sentimos la necesidad que el poso compartido de cada comunidad diferenciada consiga revelar su toque distintivo. La contemporaneidad no ha de ignorar el sustrato del lugar que la acoge, aunque sincronice con las tendencias generales dominantes.
Desde disciplinas creativas diversas se hace patente la importancia de dotar la obra del poso diferencial que conforma la identidad de cada lugar. Así, el arquitecto castellano Alberto Campo Baeza, considera que «la buena arquitectura, como el buen vino, necesita de una idea con raíces en la historia y de un tiempo para hacerla realidad». Mientras, el escultor vasco, Eduardo Chillida, advierte: «la luz del País Vasco es más oscura, nosotros no tenemos nada que ver con el Mediterráneo. Esta luz que yo veo en la fragua, me descubre un mundo que está en mi interior, porque yo soy de aquí».
Otro arquitecto, en este caso gallego, Manuel Gallego, dice: «pienso que en lugar de preocuparse tanto por la ruptura sería más interesante comprender lo que persiste. En cierta manera me refiero a la identidad». Y, finalmente, el pintor catalán Antoni Llena, se hace la siguiente pregunta: «¿Qué es una cultura, al fin, sino una forma de decir diferente aquello que todos tienen necesidad de decir de una manera propia y singular?».
Creo que esta última reflexión da la clave para una intervención digna, culturalmente hablando, también sobre el espacio interior. Hechas todas las consideraciones, incluso desde una perspectiva contemporánea desprovista de toda voluntad de querer imitar nada, pienso que aquellos valores esenciales que sobresalen y que configuran el sedimento cultural de una colectividad son su identidad, el rasgo característico que alimenta el espíritu de la obra y le da una personalidad diferente. Y esto, sin duda alguna, debería relucir.
En el contexto actual, la globalización creciente aporta valores remarcables pero uniformiza las actuaciones en cualquier parte del mundo. Por eso, es necesario asimilar el eclecticismo generado por el encuentro indiscriminado de diferentes identidades. Y tener presente, que los interiores formalmente reducidos, asépticos y desguarnecidos, tienen una base abstracta difícil de asimilar por una mayoría de gente. Por eso, es recomendable que una vez reducida a la mínima expresión, la forma resultante, se identifique con el talante colectivo de la comunidad a que pertenece. El receptor del diseño tiene derecho a vivir en interiores que entienda, que pueda poseer, y la identidad juega un papel primordial para conseguirlo. Un buen diseño satisface las aspiraciones personales pero, además, despierta un sentido de pertenencia a un lugar y evoca valores de la memoria colectiva.
Todo lo expuesto no implica, en modo alguno, condicionar el proceso de resolución del proyecto negativamente. No debe considerarse una disminución de la libertad, todo lo contrario, venciendo este reto se añade valor y el proyecto sale enriquecido. El interiorismo es una fuente de experimentación para crear escenarios capaces de sorprender y emocionar constantemente y estimular todos los sentidos. Pero solamente provocando un cálido sentimiento de aprobación legitima su estrategia. Y esto acostumbra a producirse cuando el usuario descubre elementos conciliables con su imaginario. Se trata de infundir un carácter que genere una obra que no pueda ser de cualquier lugar, más que hacer notar que es de un lugar concreto