Oportunidades y transporte público: aunque no parezca de primera vista, ambas guardan una analogía por demás divertida y cierta.
Con el pasar del tiempo, de alguna forma uno adquiere experiencia. Ya sea buena o mala, siempre hay un aprendizaje: el que sepamos aplicarlo, o no, dependerá de diversos factores, entre los cuales podríamos considerar la cantidad de astucia de la que seamos poseedores. Porque hay que reconocerlo: no siempre tenemos la lucidez necesaria para darnos cuenta de nuestra situación actual.
Siendo honesto, mi talón de Aquiles como popularmente se le conoce, es la promesa de un viaje; lo anterior, porque, teniendo alma de nómada, estar en un mismo lugar por mucho que me pueda encantar, no dejará de existir en mi ser la inquietud de qué habrá del otro lado de la barda. Es que, como dicen, el pasto del vecino siempre será más verde o, en mi caso, la inquietud por conocer otra cultura y un estilo de vida diverso al mío puede llegar a enamorarme de tal forma que deseche toda lógica y sentido común para convertirme en el perro que caza las llantas de automóviles en movimiento.
A fin de cuentas esa es la palabra clave: promesa. De suma importancia para entrar de lleno al tema que deseo abordar en esta ocasión; no me mal entiendan, no soy ni me considero alguien que puede engañarse fácilmente. Se trata simplemente, como he mencionado anteriormente, de que mi constante cariño por saber, conocer, viajar, al final afecta mi, normalmente, buen juicio.
Siempre he dicho que las oportunidades son como las rutas. Dicho de otra forma: las oportunidades son como el transporte público, los autobuses, para ser más específico. Existen dos opciones, la primera es pedir la parada y subir para comenzar un viaje y llegar al destino y la otra por supuesto es dejarla pasar. No hay más, o lo tomas o lo dejas.
Y por experiencia propia puedo decir que es cierto; puedes tomar una oportunidad que se te presente y, con la suficiente determinación y sentido común, que a veces es el menos común de los sentidos, darle buen término, es decir, concretar una meta que has fijado y crecer como persona a nivel emocional, profesional o cualquiera que haya sido el fin de tomar esa decisión.
Cabe mencionar que desde mi perspectiva no hay malas ni buenas decisiones, solamente consecuencias de nuestros actos. Y según la madurez con la que veamos la vida, podremos aprender o renegar de ellas. Tan simple y sencillo como eso, ya que, a fin de cuentas, fuimos nosotros y nadie más que nosotros los que optamos por «subir a ese camión».
Y como en toda moneda también existe una segunda cara, en este caso es dejar pasar la oportunidad; que muchas veces exige más autocontrol y disciplina que simplemente hacer las cosas por el mero hecho de llevarlas a cabo.
Es en este punto donde entra la balanza. ¿Es quizá conveniente? ¿Sigue los planes y proyecciones que he hecho para mí? ¿Puede ser una opción viable? A fin de cuentas mi intención no es la de asustar a nadie motivando a que no se tomen riesgos; al contrario, es simplemente hacer una evaluación objetiva y desapasionada de las circunstancias que envuelven el tomar, o no, cierta decisión.
En resumen:
I. Toda decisión conlleva una consecuencia que puede o no darnos un resultado favorable según nuestra perspectiva en ese momento.
II. Hay que hacerse responsable de esas consecuencias.
III. No siempre tomar la iniciativa es recomendable; a veces también esperar rinde más frutos que actuar.
IV. Arrepentirse de algo no cambiará ese hecho.
V. Todo termina, nada es infinito.