Por útil no quiero decir rentable, ni transable, ni comerciable, ni intercambiable, ni susceptible de ser integrada en un paquete de valores titulizables en los mercados financieros. Si estuviese aquí Juan Danús, mi inolvidable profesor de filosofía en el Liceo de San Fernando, escuchar eso le provocaría una de sus memorables rabietas. No. Por útil entiendo provechosa o beneficiosa para el ser humano, para la vida cotidiana, para la coexistencia en sociedad, para la búsqueda y el hallazgo de la felicidad. Confiesa que no es poco.
En el siglo XIX Karl Marx aseguraba que, –hasta ese momento–, los filósofos solo habían intentado interpretar y explicar el mundo, y agregaba que en adelante se trataba de cambiarlo. Menuda tarea. Los filósofos de la Antigüedad, y te estoy hablando de hace 2.500 años, ya se habían percatado que el mejor método para cambiar el mundo consiste en comenzar por cambiarse a sí mismo. No escapa a tu inconmensurable sagacidad que eso exige un acabado conocimiento de tu propia persona. Menuda tarea.
Hace unas semanas, Edmundo Moure nos deleitó abordando el espinudo tema de las «Vías de salvación y sanidad», haciéndose eco de los terrores que suele generar en muchas personas la muerte, el más allá, el después, la travesía del Aqueronte.
En la mitología griega Caronte es el barquero de Hades –dios cuyo dominio es la morada de los muertos–, encargado de conducir las sombras errantes de los difuntos al otro lado del río Aqueronte, siempre y cuando dispongan de un óbolo (antigua moneda griega de plata) para pagar el viaje.
Como ‘modelo de nego$io’ tiene dos ventajas: la concesión exclusiva, e innumerables clientes cautivos. Transantiago tiene precedentes. Más tarde, el cristianismo cambió el guión –o el script si prefieres– y aumentó la tarifa: si los griegos enterraban a sus muertos con una moneda bajo la lengua, los cristianos deben pagar, sufriendo en vida, el precio de la entrada al paraíso.
Afortunadamente para los destinos de la Humanidad, la Antigüedad nos dejó la huella de filósofos materialistas, cuya visión de la vida y la muerte es luminosa, solar, amigable. Epicuro, por ejemplo, que en su Carta a Meneceo nos aconseja filosofar siempre, sin importar si somos jóvenes o viejos. En esa breve misiva Epicuro dice:
«Acostúmbrate a pensar que la muerte no es nada para nosotros. Porque todo bien y todo mal reside en la sensación: ahora bien, la muerte es la privación de toda sensibilidad. Por consiguiente, el conocimiento de esta verdad que la muerte no es nada para nosotros nos hace capaces de disfrutar de esta vida mortal, no por agregar la perspectiva de una duración infinita, sino quitándonos el deseo de la inmortalidad».
En vez de vendernos la pomada de la vida eterna a la diestra de quien tú sabes, y una vida de sufrimientos como tarifa de entrada («ganarás el pan con el sudor de tu frente, las mujeres parirán en el dolor…»), Epicuro sugiere no dejarse engrupir, no comprar el cuento del tío, no tragarse los mitos.
Así, ya te quitas de encima la angustia que genera el hecho de intentar alcanzar lo inalcanzable: la vida eterna.
«Sería en efecto un temor vano y sin objeto el que fuese producido por la espera de una cosa que no causa ningún problema con su presencia. Así, entre todos los males el que nos da más horror, la muerte, no es nada para nosotros, porque, mientras existimos, la muerte no está, y que, cuando la muerte existe, nosotros no estamos. Luego, la muerte no existe ni para los vivos ni para los muertos, porque no tiene nada que ver con los primeros, y que los segundos ya no están».
No sé tú, pero servidor comprende que esto es un llamado a vivir a tope, sin inquietarse por lo que no existe. Y yo que sé, el infierno, los pecados mortales, la virginidad de María, tú me entiendes.
Luego, cuando digo vivir a tope, digo con la prudencia, la mesura y la frugalidad que aconseja Epicuro, para quien la sobriedad facilita una vida feliz. A cambio, el disfrute y el goce son tanto más intensos cuanto que no tienes en la cafetera una culpabilidad inducida gritándote: esto es pecado, lo otro está prohibido y lo demás engorda.
Por ahí recordé el Diálogo de José Luis, un amigo valenciano que filosofa sin saberlo. Cuando niño, José Luis frecuentó la escuela del franquismo, dominada por la Iglesia, como todas las escuelas de la España de entonces. Libertad de enseñanza le llamaban. Uno de esos días el cura de turno habló del pecado y sus terribles consecuencias. José Luis hizo el uno con el índice, y entonces se produjo el siguiente diálogo: José Luis: «Padre… ¿qué es pecado?» El cura: «Pecado, hijo mío, es todo lo que procura placer».
A José Luis, como a millones y millones de víctimas del catecismo –me cuento entre ellas–, le llevó años liberarse de ese trauma. Si entre los 7 y los 10 años de edad nos hubiesen propuesto leer a Epicuro en vez de bombardearnos con el dogma doloroso, otro gallo hubiese cantado.
«Cuando decimos que el placer es el objetivo de la vida, no hablamos de los placeres de los voluptuosos inquietos, ni de los que consisten en el goce desenfrenado, como pretenden quienes ignoran nuestra doctrina, o que la combaten y la toman en un sentido errado. El placer del que hablamos es el que consiste, para el cuerpo, en no sufrir y, para el alma, en no tener inquietudes».
Como ves, cae lejos de la adoración del dolor crístico, las flagelaciones, los cilicios, la agonía, y el sufrimiento erigidos en moneda de cambio ante San Pedro. Por otra parte, Epicuro –y otros filósofos de la Antigüedad– aconsejaban alejarse de todo lo que pudiese perturbar el alma. No solo lo decían: lo practicaban. Por eso su filosofía es útil. Porque no se trata de disquisiciones de ex perto en un lenguaje iniciático e incomprensible, sino en reglas de vida claras como el agua de roca.
Diógenes de Sinope vivía en un tonel y rehusaba poseer cosas para que esas cosas no lo poseyeran a él. Aparte su cayado o bastón, tuvo una escudilla que le servía para beber agua en las fuentes de Atenas o Corinto. Al ver que un niño bebía haciendo un hueco con su mano, se desprendió de la escudilla por superflua.
Epicuro tenía la prudencia por el mayor de los principios y el más grande de los bienes, y aseguraba que es la fuente de todas las virtudes. Por eso decía:
«… no hay modo de vivir agradablemente si no se vive con prudencia, honestidad y justicia (…) y es imposible vivir con prudencia, honestidad y justicia si no se vive agradablemente».
De dónde uno colige que los políticos contemporáneos padecen de pólipos rectales, son cornudos como Napoleón, impotentes como Pablo de Tarso y no están seguros de la paternidad de sus hijos. De otro modo no se comprende que sean tan imprudentes, tan deshonestos y estén tan alejados de la justicia.
Servidor intenta alejarse de lo que pudiese perturbarle el alma, y aunque no puede evitar los dolores físicos que trae consigo la edad adulta, no camina de rodillas para liberarse de pecados inexistentes. Tampoco aspira a ser rico como Luksic, visto que esa es una fuente inagotable de inquietudes del alma: pasas la mitad del día intentado aumentar tu patrimonio, y la otra mitad intentando evitar que te lo roben. Si no me crees, mírale la cara de estreñimiento a Andrónico.
Creo, con Epicuro, que todo placer es bueno. Lo que me hace pensar que escuché mal cuando en el Instituto Pedagógico de la Universidad Técnica del Estado, allá por el mes de marzo del año 1966, mi amigo, mi pana, mi hermano Danilo, me habló de algo que entendí era el ‘socialismo’. Danilo no lo confiesa pero tengo para mí que lo que dijo fue: ‘hedonismo’. Después fui a ver un otorrinolaringólogo, pero ya era tarde.
Un consejo: lee la Carta de Epicuro a Meneceo: cinco o seis páginas que valen una Biblia.
Filosofía útil.