Leemos con atención, en la prensa diaria, esas noticias que vienen a resaltar la situación de los refugiados en Europa. Manifestaciones más o menos multitudinarias de personas de una y otra ideología, que muestran su compromiso con esta crisis social, que existe, que es la de los refugiados.

El mensaje que se trata de trasladar es el de exigir al Gobierno y a la UE para que cumplan los compromisos adquiridos para acoger a los refugiados.

Pero no son refugiados, son personas.

Desde hace unos años, concretamente desde que comenzó la crisis en España, siento una sensibilidad superior a la que sentía anteriormente, por aquellas personas que viven en situaciones menos privilegiadas de las que disfrutamos otros. No sé si son los años o, simplemente, que uno se detiene mucho más a valorar y analizar todo lo que nos rodea.

Creo que con muy poco de cada uno podríamos conseguir mucho para todos.

De alguna manera siempre he mostrado apoyo, y reclamado, que los Gobiernos actúen, pongan interés y se vuelquen en ayudar a todas aquellas personas que, sean refugiados, exiliados, migrantes o no, lo necesitan.

No hace mucho, alguien de mi entorno me comentó que estaba cansado de ver en televisión esas imágenes de mujeres y hombres caminando por el barro, abandonando sus lugares y sus tierras, en la desesperación, lanzándose al mar hacia no se sabe dónde.

Refugiados=Personas

Imágenes de niños y mayores muertos, arrastrados por las corrientes. Imágenes de niños y mayores acampados sobre inmundicias, esclavos de un futuro incierto, desterrados para siempre de su origen. Refugiados=Personas.

Personas que huyen de las bombas, de la muerte, sin saber que lo que encuentren, posiblemente, sea otra forma de morir.

Me decía esta persona que quería hacer algo, ayudar de alguna manera a estos niños, a estas familias. Aportar su granito de arena para tratar de apaciguar la pena.

¿Pena? ¿Conciencia?

Mis reflexiones, a veces extremas, me llevan a hacer consideraciones y comentarios también extremos. La mejor ayuda que podríamos darles a todos, a estos y a los otros, es que jamás tuvieran que verse obligados a abandonar sus hogares. Ayudarles a recomponer sus países, sus ciudades y pueblos. Poner los medios, el interés para arreglar esas situaciones injustas que les obligan a abandonar su lugar de origen, a abandonarlo todo.

Nadie abandona su tierra, su raíz, por gusto.

Nadie abandona su hogar dejando atrás sus más preciadas pertenencias.

Pero no debe quedar la protesta, bajo pancartas y soflamas que muchas veces lo único que hacen es lavar conciencias.

¿Cómo es posible que sólo el año pasado cerca de 6.000 personas hayan fallecido en el mar escapando del terror de sus países buscando ese algo mejor?

¿Cómo es posible que a todos se nos llene la boca de sentirnos más cristianos, o budistas, o judíos, o musulmanes, religiones que contemplan entre sus principios básicos la bondad, la ayuda al prójimo, la compasión o el altruismo, mientras contemplamos sin mover un solo dedo, o mirando hacia otro lado, cómo seres humanos como nosotros sufren la desdichas de la vida, el encuentro con la muerte huyendo en la búsqueda de un refugio?

¿No existe algo de hipocresía con todo esto?

Hay mucha culpa. Mucha miseria escondida en discursos ambiguos. En primer lugar, ese juego de intereses entre potencias, entre países ricos con los países ajenos y las vidas de otros. Ese negocio establecido de las mafias que juegan con la esperanza de los que no tienen nada. O ese periodismo también interesado que sólo informa de lo que quiere.

¿Y los gobiernos que bajo ciertas excusas negamos la acogida de refugiados porque vienen pobres, sin nada?

Debemos asegurar que esas personas, cuando lleguen a nuestros países deben tener oportunidades para construir sus vidas, y no deben sentirse desplazados ni impedidos en ningún momento.

Olvidamos quienes somos y hemos sido. Olvidamos que España es ha sido un país de migrantes, de exiliados y refugiados que tuvieron que marchar no hace muchos años. Muchos españoles son hijos de exiliados, de refugiados. ¿Olvidamos?

Tendemos a acomodarnos y olvidar pronto lo que somos o hemos sido, de dónde venimos. Esto ocurre, sobre todo, cuando vamos de menos a más. Es en ese momento, cuando estamos en el ficticio 'más', cuando rechazamos, renunciamos lo que fuimos; queremos olvidar nuestras raíces, nos da vergüenza, porque nuestras vidas se han envuelto en círculos diferentes, ajenos a lo que eran.

¿Y si fuera al revés? ¿Y si de ese 'más' volviésemos a ese 'menos' porque la vida, por determinadas circunstancias, casi siempre externas, nos lleva hacia abajo en un tobogán sin fin? Tanto como que nos viésemos obligados, otra vez, a abandonar todo porque hasta nuestras vidas corren peligro.

Es entonces cuando esa necesidad de ayuda, esa que ahora posiblemente negamos, de solidaridad se hace tan necesaria frente a nuestros semejantes.

Los pueblos de España se están quedando vacíos. En nuestra historia ha habido diferentes procesos de repoblación. Si buscamos en internet podemos ver diferentes páginas en las que se hacen llamadas a la repoblación de municipios prácticamente deshabitados. ¿Por qué, por ejemplo, y se me ocurre ahora mismo, no creamos las condiciones necesarias para que estas personas que vienen de fuera buscando 'algo mejor' se desarrollen en estos lugares?

Y es verdad, antes de que lo diga otro, no niego que haya que tener un control sobre quienes son acogidos, o sobre si pudiera existir alguna intención ajena al interés de desarrollo como persona. Pero generar miedos, mensajes inciertos, que crean alarmismo entre aquellos que vivimos cómodamente no es la solución.

La humanidad está en crisis. De la crisis, como he dicho y escrito muchas veces, no se sale con individualismos o mirando hacia otro lado mientras no nos toque cerca; de la crisis se sale con solidaridad.

«Hoy nadie en nuestro mundo se siente responsable; hemos perdido el sentido de la responsabilidad hacia nuestros hermanos y hermanas (...). La cultura de la comodidad, que hace que pensemos solamente en nosotros mismos, nos vuelve insensibles a los gritos de otras personas, nos hace vivir en pompas de jabón tan lindas como insustanciales; nos brinda una ilusión pasajera y vacía que trae tras de sí la indiferencia hacia otras personas; de hecho, conduce incluso a la globalización de la indiferencia. En este mundo globalizado hemos caído en la indiferencia globalizada. Nos hemos acostumbrado al sufrimiento de otras personas: "No me afecta, no me concierne, ¡no es asunto mío!"».

(Papa Francisco)

Y sí, sobre este tema me queda bastante que escribir, que hablar y que hacer. No todo está en lo que leemos en los medios. Hay muchos más lugares, desgraciadamente, en donde inocentes están viéndose obligados a abandonar sus casas, todo lo que tienen, todo lo que han ido ganando con su esfuerzo porque nadie muestra interés por solucionar conflictos que, a lo mejor, no interesa solucionar. Y son conflictos que tienen lugar en nuestro continente, en Europa, aquí al lado.

No debemos ni deberíamos sectorizar. El destino de las personas, de cualquier región, de cualquier lugar del mundo, debería preocuparnos.

Desde hace ya más de dos años, por ejemplo, europeos matan a europeos y no se informa prácticamente de nada.

Se ha celebrado el Festival de Eurovisión, del que muchos hablan en las últimas semanas por otros motivos, en Kiev, Ucrania.

¿Sabemos que Ucrania vive una guerra en la que parte de su territorio ha sido ocupado y declarado independiente con el apoyo de Rusia?

¿Conocemos que en los últimos meses cientos de civiles han muerto debido a este conflicto bélico? ¿Sabemos de las personas que han abandonado sus hogares?

¿Sabemos que el número de niños ucranianos que necesitan ayuda humanitaria urgente, alcanza ya un millón debido a la volatilidad del conflicto entre el Gobierno y los rebeldes prorrusos en el este del país, casi el doble que el año pasado, según los datos del Fondo de la ONU para la Infancia (Unicef)?

El conflicto, que entra ya en su cuarto año de duración, ha provocado que 420.000 niños adicionales necesiten asistencia, debido al enfrentamiento armado continuado y al deterioro constante de la vida en el este de Ucrania, donde 1,7 millones de personas han sido desplazadas internamente y muchas familias han perdido sus ingresos, beneficios sociales y el acceso a servicios de salud.

No está tan lejos, está aquí al lado.

¿A quién le importa?

Parece que a nosotros, los otros europeos, lo que nos importa es el gallito de nuestro representante en la celebración de Eurovisión 2017 en Kiev. Mientras, muy cerca de allí, miles de personas estaban pasando calamidades o comenzaban a recoger cuatro de sus pertenencias, para salir corriendo por las bombas, o también, en esas aguas cercanas, otros morirán ahogados tras saltar al mar con la esperanza de encontrar algo mejor y en otros cercanos lugares, algunos tratarán de saltar esos muros de pinchos para encontrar un suspiro de ayuda y bondad.

El resto, esta noche, posiblemente, seguiremos indiferentes o, como mucho, se nos removerá un poco la conciencia sin pensar qué podemos hacer.

Pues sí. Pensemos algo más, reflexionemos: ¿yo, qué puedo hacer?