Su última parada: WhatsApp. Las historias efímeras que nos permiten cotillear momentos supuestamente interesantes de otras personas han invadido todas nuestros perfiles digitales hasta volverse terriblemente indigestas.
El concepto nació en SnapChat, esa red social de la que ya no se acuerda casi nadie y que hace apenas un año era top entre los más jóvenes. Unos meses después, en verano de 2016, saltó con gran éxito a Instagram, donde se topó con un nicho de influencers y proto-influencers altamente egocéntricos entre los que los que las stories se convirtieron en un paso más hacia el exhibicionismo y el postureo sin límites.
El triunfo de las stories en Instagram provocó que SnapChat perdiese gran cuota de mercado y que otras redes sociales empezasen a valorar adaptar algo así en su plataforma. Dicho y hecho, en pocos meses nos encontramos con las stories en Facebook, la red social “viejuna” por excelencia. Los usuarios, acostumbrados a los inocentes y estáticos posts de toda la vida, no aceptaron con mucho entusiasmo esta novedad. Pero el salto más surrealista estaba por llegar cuando en febrero de 2017 abrimos WhatsApp y… ¡oh sorpresa! ¡Las stories también están aquí!
La invasión se ha consumado pero… ¿qué mente privilegiada ha determinado que esto tiene sentido? Si nos ponemos a analizar un poco la situación la mayoría de nosotros utilizamos WhatsApp por su sencillez y utilidad, con todo de tipo de contactos, no solo nuestros amigos. ¿Quién no lo ha utilizado alguna vez para hablar con su jefe, su casero o el técnico de la lavadora? Por tanto, es bastante probable que la mayoría de los usuarios se lo piensen dos veces a la hora de mostrar alegremente determinadas facetas de su vida personal, ya que sería tan poco acertado como ir a un funeral en chándal.
Pero claro, esta percepción quizá era solamente mía, así que me puse a observar durante unos días cuántos de mis contactos utilizaban las stories de WhatsApp. El resultado fue contundente: solo 2 de mis más de 400 contactos emplearon esta nueva funcionalidad.
¿Fracaso? De momento es pronto para valorarlo, pero una reflexión interesante que creo que merece la pena destacar es que homogeneizar todas las redes sociales hasta convertirlas en un mismo producto con distintos nombres se ha demostrado que no funciona. Lo que en Instagram puede ser un boom no tiene por qué funcionar en WhatsApp o viceversa. Si no que se lo digan, por ejemplo, a Twitter, que intentó fagocitar a Vine para finalmente acabar enterrándolo, lo que provocó la furia de sus incondicionales.