El interiorismo, que vislumbra un futuro esplendoroso, ha de saber incrementar las oportunidades de implantación generalizada cambiando la percepción de la gente. Hacerles ver las ventajas de un interior provisto de espacios bien articulados y fáciles de utilizar, espacios amigos proyectados siguiendo la estricta regla de la naturalidad, lo cual no excluye los espacios provistos de emoción.
El interiorista ha de demostrar que el fascinante mundo del diseño de interiores es capaz de generar sensaciones, sentimientos, percepciones tangibles e intangibles, sujetas a una realidad precisa que emana del usuario y se orienta a mejorarle la calidad de vida. Ha de convertir las características de nuestro tiempo, de gran interacción técnica y cultural, en espacios construidos con el fondo humano de los valores primigenios de la arquitectura. Para el bien del usuario, reduzcamos el ego y démosle facilidad, generemos confianza y apartémonos de las apariencias y las representaciones románticas, fastuosas o de pose provocadora. Conviene satisfacer las aspiraciones del usuario con nuestra mejor aportación.
Paradójicamente se habla de domótica -casa automática- que es la evolución instrumental de la máquina de habitar, pero la casa máquina de Le Corbusier aún queda lejos de implantarse. Algún robot espabilado ya tropieza con nuestros pies mientras espera la orden para hacernos el trabajo, pero la mayoría de viviendas siguen apostando por esquemas obsoletos. Mucha gente vive en una casa construida en el siglo veintiuno, con distribución del diecinueve, bibelots de pacotilla adquiridos en uno de sus múltiples viajes a países exóticos y con automatismos que permiten controlar el deplorable espacio interior de su segunda residencia, a gran distancia
Los profesionales tendremos que saber aquello que se necesita en cada momento, para transmitirlo al proyecto con el tono adecuado. Lo contrario, puede alimentar la necedad formalista, que ha malformado el espíritu crítico de la gente y la ha instalado en la perplejidad. Hemos de reconocer que ante la banalidad, que muchos opinadores invisten de virtud, la respuesta generalizada es una desorientación que hace prescindir de los servicios del interiorista a la hora de proyectar sus casas, por miedo al precio y que no cumpla sus expectativas.
En este contexto, la revolución tecnológica que se avecina, en menos de 20 años, dicen que transformará radicalmente nuestra vida cotidiana hasta cotas inimaginables actualmente. La esperanza de vida, el cambio climático, el trabajo en casa, el control inteligente, la información exprés, comportarán forzosamente un cambio de paradigmas que hará inviable seguir proyectando con los parámetros actuales. Dispositivos surgidos de la nanotecnología; muchos materiales diseñados expresamente, inventados; la convergencia en unos pocos aparatos de todo el mundo virtual de la información; conformarán la casa inteligente de un futuro lleno de servicios inmateriales.
Hasta ahora, parafraseando a Fernando Espuelas en su libro Madre Materia, la arquitectura era entendida como “una extensión de la frontera del cuerpo humano, una apropiación del aire más próximo para que deje de ser hostil y facilite la interlocución con el medio”. Una clara referencia al espacio material, pero el futuro que se avecina plantea un mundo de funciones encadenadas que se manifiestan sin más soporte físico que una pantalla táctil, que incluso podrá variar la atmosfera de la casa según el estado de ánimo.
Creo que queda fuera de duda que la respuesta del interiorista ante estos retos tendrá que ser de fondo. Tendrá que abandonar las ilusiones esteticistas, si quiere evitar ser considerado un inadaptado que se excluye de una realidad que reclama apartarse de las excepcionalidades formales. La artesanía perderá peso y lo ganará la especialización. En medio de esta situación, el interiorista tendrá que generar el abrigo artificial como ha hecho siempre, sin renunciar a producir belleza útil, ahora, cargada de prestaciones que atenúen la insensibilidad de una naturaleza difícil y una sociedad compleja.