A menudo se confunde diseño con capricho caro y capacidad económica para hacerle frente. No es así. Las obras modestas, para personas abiertas y con espíritu receptivo, ofrecen más posibilidades de diseño digno que el último disparate snob y ostentoso surgido de la abundancia o la provocación. Proyectar para gente con pocos recursos no es una limitación, per se, la limitación preocupante es la visión raquítica, no la económica.
El buen diseño ayuda a mejorar nuestro entorno y tiene mucho que ver con la actitud. Por eso acostumbro a decir que “cuando proyectamos, convertimos nuestra actitud en forma”. Es evidente que si tenemos la mente abierta y somos curiosos, si nos aburre la rutina, nos gustan los retos e, incluso, asumir un cierto grado de riesgo experimentando, haremos una obra diferente que un profesional con una actitud radicalmente contraria. Por lo tanto, si las formas son diferentes según la actitud, es importante adquirir hábitos consistentes que ayuden a desarrollar formas también consistentes.
Estas formas se generan partiendo de una idea que, además de resolver los aspectos físicos de la obra para que resulte útil, práctica y funcional, conviene que descubra los aspectos sugestivos del proyecto que estimulan los sentidos. Se deben proyectar también las sensaciones. Y, finalmente, todo, construcción, función, emoción, etc., ha de ser consecuencia de conceptos elaborados previamente al desarrollo del proyecto. Para conseguir proyectos coherentes se han de desarrollar los conceptos antes de pasar a estudiar las formas.
En otro orden de cosas, el interiorismo ha de satisfacer al cliente y también al diseñador. El diseño de interiores es una fuente de experimentación que no puede perder de vista la realidad ni el usuario. Proyectar no es una cuestión de estilo, sino de conocimiento profundo de la realidad. Por eso, se ha de proyectar atendiendo a tres razones: cliente, diseñador y contexto.
Las exigencias del cliente, sus aspiraciones y percepciones, no se deben subestimar. Se ha de trabajar a partir de todo ello para evitar el fracaso que, siempre, se produce cuando el resultado no convence. Luego surge, como prueba evidente del fracaso del diseñador, el espacio vivido sobrepuesto al proyectado con resultados absurdos muchas veces.
La segunda consideración: para hacer un buen proyecto se ha de trabajar motivado. El diseñador tiene derecho a proyectar según su especial forma de expresión, con comodidad y libertad responsable, que le permita hacer el mejor proyecto dentro de los parámetros fijados previamente. Derechos y deberes coincidiendo para beneficiar al usuario con su trabajo.
Por último, el contexto, el edificio donde se ubica la intervención. El edificio tiene unas características históricas, constructivas, etc., que se deben conocer bien para no hacer una actuación impropia. El proyecto no se debe imponer a la preexistencia y, ésta, tampoco no debe provocar una actitud mimética, sino un diálogo entre el pasado y el futuro. Pero, el contexto no acaba en el edificio. El entorno exterior, el lugar, también ha de sugerir soluciones interiores. Se debe escuchar el lugar, interpretarlo bien y tener presentes sus características ambientales para que se traduzcan en texturas, luz, color, etc. Cuando se consigue se genera una sintonía con el espíritu del lugar, física y cultural, que provoca un sentimiento de aprobación en el usuario, primer objetivo de nuestro compromiso.