Largos años habían enfrentado a católicos y protestantes en Francia. Como en Inglaterra, como en España, como en el Sacro Imperio Germánico, y como en tantos y tantos otros lugares y épocas, las guerras por la religión habían dominado el mundo lejos de aquellos preceptos por los que predicaban hipócritas de sus propias creencias.
Acababa ya el siglo XVI y fue el país galo el que hubo de sufrir de nuevo esos enfrentamientos en los que una vez más se quería imponer al pueblo, a través del Estado, una religión. Era Francia un país católico en el que el trono había quedado vacante tras la muerte de Enrique III.
Enrique de Borbón, rey de Navarra por aquel entonces, era el heredero legal, y como tal accedería al trono francés, no sin antes haber tenido que renunciar a sus propias creencias.
En plena Guerra de Religión en Francia, muchos años después de la triste matanza de los hugonotes, Francia se veía abocada a estar gobernada por un nuevo rey que por ende era hugonote. Hubo revueltas, era de esperar, y, por supuesto, la Liga Católica consideró inaceptable su presencia en el trono. El Papa, e incluso el rey de España, Felipe II, se negaron a reconocerlo, y finalmente, Enrique de Borbón, que pasaría a la historia como Enrique IV de Francia acabaría por convertirse al catolicismo tras pronunciar, dicen, esa frase, ahora refrán, transmitida de generación en generación: “París bien vale una misa”.
Sea cierto o no su pronunciamiento, sea verdadero o no que Enrique IV la dijera, hoy día la usamos para indicar que a veces hay que renunciar a algo con tal de conseguir otra cosa realmente valiosa.
Ese refrán popular bien podría aplicarse en cualquier campo de la vida, y por qué no, también en nuestra vida viajera sería factible hacerlo. Hay muchas ciudades en el mundo por las que bien valdría la pena renunciar a algo con tal de verlas. Brujas, Praga o Salzburgo, son ciudades con una personalidad propia a la que la Historia ha labrado a golpe de cincel. Son ciudades pequeñas si las comparamos con grandes capitales, y puede que sea quizás ese relativo tamaño acogedor el que las hace tan nostálgicas, tan íntimas y peculiares.
¿Podría una gran capital tener ese halo de intimismo? ¿Podría a una gran capital europea aplicársele el manido refrán? ¿Por qué no aquélla a la que la misma frase menciona? ¡París!
He tenido la ocasión de visitar buena parte de las grandes capitales europeas y reconozco que pocas me han llenado tanto como lo ha hecho la capital de Francia.
No dudo que la propaganda que se le da, las versiones edulcoradas que muchas películas y novelas dan de ella, puedan influir. Sería de necios negar que todos nos vemos influidos, aunque no queramos, de los estereotipos que nos venden, pero para tener nuestra propia versión de las cosas, nuestras propias ideas, nada mejor que vivirlas y sentirlas en propias carnes. Y para hacerlo hay que conocer su historia y perderse por sus calles impregnándose de todo las sensaciones que los siglos han dejado moldeadas en sus piedras. Para mí, esa es la forma de hacer turismo en París, sin referencias, sin guías, simplemente oyendo y saboreando el sonido diario de la gran ciudad.
Puede que no haya monumento más sobrevalorado que la Torre Eiffel, pero aún así, si te sientas frente a ella, en los Campos de Marte, y te abstraes de las multitudes que allí se agolpan, sentirás la fuerza que emerge de su mastodóntica armadura.
A tus espaldas, no muy lejos, podrías revivir los momentos que dieron gloria a uno de los mayores estrategas que ha dado la Historia del Mundo. A poco más de un kilómetro, a apenas 20 minutos a pie, podrás visitar los restos de Napoleón Bonaparte en Les Invalides. Cruzar después desde aquí el puente de Alejandro III para salir a los jardínes de los Campos Elíseos y de ahí a la Plaza de la Concordia, testigo inmisericorde de tantos ajusticiamientos, cuando en ella se colocara, durante la Revolución Francesa, la temida guillotina que dejó a tantos nobles sin cabeza.
Durante más de un siglo el colindante Jardín de las Tullerías fue el centro político del país y lugar de residencia de los monarcas franceses.
El Louvre, la gran Pinacoteca, el impresionante Teatro de la Ópera, y cómo no la visita a la Plaza de la Bastilla, de tanta importancia en la historia de la Francia actual.
París es Historia, sí, pero también tiene un intenso corazón social al que el siglo XX forjó de la forma más bohemia posible. En una ciudad en la que todo tenía cabida, Montmartre aún guarda ese aroma nostálgico y casi triste de los pobres escritores y artistas que buscaban en la ciudad esa esperanza que parecía perdida.
París es una gran capital, y para muchos será un mundo inabarcable, una ciudad capaz de asustar al más avezado de los turistas, pero es pura belleza que se destila hasta en la elegancia de sus cementerios. Digánselo si no al de Pére Lacheise.
Calzado joven, y ganas, muchas ganas. París no es para un día, ni para dos. Es para andarla despacio, para aspirar el aire fluvial del Sena, para respirar el espíritu bohemio de sus pequeñas calles interiores, y para disfrutar del lujo arquitectónico de su pasado histórico.
¿Renunciar a otro placeres “terrenales”? Como dirían siglos atrás, “París bien vale una misa”.