Es un don raro poder dedicarse a lo que uno le apasiona. Por eso, hoy van a disculparme si cuento en primera persona lo que pienso sobre una profesión que amo profundamente: la comunicación, más allá del periodismo. Estoy muy lejos de creerme omnipotente como William Randolph Hearst y creer que mi opinión es la verdad suprema o que tengo todas las soluciones para los desafíos a los que esta profesión se está enfrentando. Sería pretencioso, inútil y falso. Pero sí puedo compartir mi experiencia para ofrecer una reflexión que aporte algo en la caótica – casi esperpéntica - situación que vivimos.
Uno de las principales ideas que tengo como leitmotiv en mi vida es que no puedes pedir nada que tú no des antes. La vida es exigente por naturaleza, pero también justa. Si pides credibilidad, confianza y respeto, tienes que empezar por ofrecer esto mismo a tu público. Porque esos son nuestros clientes: la opinión pública. Ciudadanos indefensos ante los ataques que la ignorancia y el poder establecido que buscan conocer de cerca un relato que les permita conocer la verdad y ser libres. Tener capacidad de actuación para tomar las riendas de su vida, aunque no puedan controlar las circunstancias y mucho menos los devaneos de las élites caprichosas capaces de todo por mantener su posición.
Hace algunos años yo iniciaba con mucha ilusión mi formación en la carrera periodística. Durante cuatro maravillosos años me dediqué en cuerpo y alma a potenciar mi capacidad crítica, a leer, conocer y pensar. Un lujo y una práctica que sigo manteniendo. Entre los mayores descubrimientos de ese tiempo, hay un libro que me marcó y al que vuelvo de forma recurrente: El Periodista Universal, del periodista inglés David Randall. En él, este agudo observador de la realidad que es Randall comparte su amplia experiencia – ayudado por algunos de los más grandes periodistas de la historia, como Ben Bradlee, exdirector del Washington Post – para ofrecer consejos útiles a los futuros profesionales de la comunicación. Se refiere de forma especial al medio escrito, pero sus consejos pueden extrapolarse a cualquier ámbito de la comunicación. Randall no distingue sobre fronteras o temáticas, ya que el periodista maneja un lenguaje universal y sólo caben dos tipos de periodismo: el bueno, que sirve a la sociedad como un buen funcionario público que debe lealtad a los ciudadanos, y el malo, que distorsiona, falsea o trabaja en favor del poder establecido.
Es creciente y muy tangible la importancia del desarrollo de los medios tecnológicos tanto en la elaboración de contenidos como en el propio papel del comunicador. Hoy todos somos “periodistas potenciales” y medios transmisores de información. Ahora bien, poder decir algo y difundirlo no quiere decir que se tenga algo relevante que contar. Esa es la materia prima con la que trabajan los comunicadores: la noticia relevante, que suele ser escasa, y el tiempo, que también suele ser escaso, para transmitirla.
En la velocidad supersónica a la que trabajan medios digitales y la mala utilización de redes sociales como centros de información – sin contraste, sin filtros – los ciudadanos se encuentran indefensos y confundidos. Imagino que en todas las facultades de comunicación se sigue enseñando que la labor fundamental de ésta es formar, informar y entretener. Hoy, ante una audiencia aturdida por el flujo informativo incesante todos los ámbitos de la comunicación se decantan por el entretenimiento. Pero un entretenimiento rayano en el absurdo, sin contenido, basado en telerrealidad –como si no tuviéramos suficiente con nuestras propias vidas- o la crítica atroz de supuestos “personajes” de la farándula.
He llegado a ver en prime time a una de las periodistas más admiradas de mi país, Teresa Campos, que cuenta con una trayectoria sólida y creíble, vender su intimidad. Mientras, otros sacan provecho y rendimiento económico de sus miserias, de las que todos tenemos algunas o muchas. Pero, eso sí, elegantemente mantenidas en privado. Y ella, una figura icónica del periodismo, se deja no se sabe muy bien por qué razón.
En otras ocasiones, es el propio derecho a la dignidad personal y la intimidad el que se ve amenazado por la rapidez en ofrecer la exclusiva, como en el caso del último atentado en Berlín. Hasta que se confirmó realmente que el camionero polaco que era el legítimo conductor del vehículo no era un “refugiado terrorista”, ¿cómo vivió su familia cercana esos momentos, además de sobrellevar la pérdida? Imagino que con el rechazo de su comunidad, hasta que los medios de comunicación confirmaron su figura de héroe que intentó hasta el último momento evitar la catástrofe. Aunque pusiera su vida en juego.
Creía que el periodismo se basaba en el libre intercambio de ideas, en colocar a la sociedad ante un espejo de verdad en el que se vea reflejados tanto sus cualidades como sus defectos, evitar el rumor y la especulación, plantar cara al poder, ser meticuloso y preciso. No es una profesión a la que uno llegue con la intención de hacerse millonario. Creo que es común entre compañeros afirmar que es algo vocacional, casi visceral diría.
Por ello, ante el descrédito continuo – la profesión de periodista encabeza los rankings de las profesiones peor consideradas en España desde hace años – la precariedad laboral -con sueldos no sólo injustos, sino insultantes – y el advenimiento de vacuos “influencers” o personajes sin nada que ofrecer, creo que ha llegado la hora de dejar de lamentarse. De sacudirse el polvo y volver a defender la dignidad de esta profesión. Defendiendo la labor que hacemos, incluso haciéndola llegar de forma más didáctica o creativa posible, pero manteniendo la atención y recuperando la confianza de los ciudadanos. Son a ellos a quien debemos nuestros puestos de trabajo. No a Wordpress, Facebook, Google o Apple.
Para ello, debemos seguir siendo algo más que esos personajes curiosos, molestos en ocasiones y conocidos por la falta de profesionalidad – con fallos ortográficos imperdonables, falta de contraste de fuentes, sensacionalismo -. Debemos mantener nuestro trabajo con unos estándares mínimos de dignidad y profesionalidad que pongan en valor la decisiva labor que llevamos a cabo. Aquella de control y ojo crítico del poder y cronista de la Historia. Los ciudadanos nos lo piden. Actuemos.