Entendemos el Minimalismo como una forma de valorar la riqueza del espacio vacío conformado con geometrías simples y objetos reducidos a la esencialidad formal. Este movimiento forjado lentamente reverencia la forma y durante la década de los 90 del siglo pasado acaba por convertirla en uno de sus principales objetivos. Practica un ejercicio estilístico que relega el coste, el mantenimiento y las aportaciones de la ergonomía a la mejora de los objetos de uso cotidiano a un segundo lugar. La función, verdadero estímulo de las formas implicadas en satisfacer necesidades incuestionables, reduce su rol con el fin de dar paso a un refinamiento obsesivo del espacio.
Pero el desinterés manifiesto del minimalismo por la extravagancia, el ornamento i la exuberancia formal, propios del amaneramiento y el caos que alimentan el barroquismo contemporáneo creciente, lo valida sobradamente. Al minimalismo quizá solo pueda reprochársele su compulsiva depuración cuando la desnudez que practica sacrifica el buen desarrollo de las funciones irrenunciables. Pero hay que admitir que el rigor de su consistencia formal, per se, marca el punto culminante de un reto intelectual muy deseado: la consecución de una formalización leve con resultados expresivos intensos.
Esta definición también la comparte otro minimalismo que ocupa pocas páginas en las publicaciones especializadas puesto que sus objetivos están lejos de los escenarios sofisticados que propician, muchas veces pretenciosamente, los entes comerciales y las instituciones públicas. La diferencia principal es la actitud que mueve la mano del proyectista. Este minimalismo opera con una voluntad de servicio absoluta y lo guía una postura moral que lo hace abstener de todo aquello que es prescindible. No reconoce determinismos formales y trabaja a partir de la lógica constructiva, económica y funcional. También tiene en consideración el proceso de trabajo, el mantenimiento y la conveniencia social. Con todo ello, elabora formas austeras de una consistencia irrebatible y no se desvía de la necesidad estricta. En realidad, Wittgenstein, pensador interesado en la substancia arquitectónica de expresión básica, dice: “el mal arquitecto cae en todas las tentaciones, mientras que el bueno las resiste”.
De igual manera, este otro minimalismo mucho menos conocido tiene una fortaleza que le permite resistir todas las tentaciones. Aún así, no le falta idealismo, finura y sentido de la belleza (que entiende como un bien), pues no es nada prosaico. Las decisiones estéticas – inequívocamente prácticas – las toma en libertad y atendiendo cuestiones de composición, pues lograr la armonía también forma parte de sus prioridades. A veces los valores universales de la arquitectura, todo lo primigenio y esencial que ésta ha perpetuado y que este minimalismo sitúa por encima de las aportaciones instrumentales, le dan un aire conservador. No nos engañemos, este minimalismo actúa con recursos mentales profundamente actuales. Lo que ocurre es que lo hace extemporalmente, sin el más mínimo interés por las tendencias. Con naturalidad, define el espacio interior, su buena iluminación, el soleamiento, la ventilación y todo aquello que de un modo pasivo satisface necesidades materiales y espirituales intemporales, con el interés puesto en recuperar las cosas corrientes bien realizadas.
Con rigor, consigue que el idilio que el minimalismo mantiene con la forma, este otro minimalismo lo extienda también hacia una razón sin fisuras, antídoto contra el capricho. Racionales y razonables en los objetivos permanentes, sus autores buscan la expresión a través de la concisión y la exactitud pero no olvidan, como el mismo LeCorbusier, que “la estética es una función humana fundamental”.
El arquitecto y monje benedictino holandés, Hans van der Laan, fallecido en 1991, encarna a la perfección el espíritu de sencillez y esencialidad de este minimalismo severo. A diferencia de los autores conocidos adscritos a la corriente minimalista que difunden los medios, él muestra el proceso constructivo i esto acerca su obra al racionalismo primigenio de otros arquitectos que lo han precedido, como Mies van der Rohe y Sigurd Lewerentz, o de otros que están ejerciendo después de él, como el Pritzker brasileño Paulo Mendes da Rocha, todos ellos preocupados por la expresión tectónica más genuïna de la materia. Hans van der Laan, con el retorno al origen que plantea su método, llega a un extremo de misticismo y renovación que puede verse en los conventos de Vaals y Waasmunster, en donde también diseñó el mobiliario e incluso los hábitos de los monjes y las monjas.
Partiendo de las necesidades básicas que como humanos debemos satisfacer: alimentos, ropa y casa, van der Laan elaboró un corpus sobre el espacio, la forma, la magnitud, el vacío y el lleno, el interior y el exterior, la proporción, etc., basándose en la observación y el mandato de la realidad. Así consiguió convertir cada una de sus obras en un auténtico tratado de buena construcción que va desde los cimientos hasta el mobiliario, la iluminación y el más pequeño detalle. Siempre, pero, teniendo en cuenta la economía de medios, la precisión técnica y una desnudez ornamental que en muchos aspectos acerca sus proyectos a la corriente minimalista. Curiosamente, en el año 1999, una comunidad cisterciense de la república Checa encargó a John Pawson, el máximo exponente del minimalismo reconocido por los medios, el proyecto del monasterio de Nový Dvur. ¿Conciliación de métodos discrepantes o verdadera coincidencia?