Hay un aspecto fundamental en el estudio de la filosofía que no podemos ignorar y es la capacidad de discernir, de separar y distinguir para volver a juntar. La capacidad de pensar en modo articulado, de analizar, de basarse en la lógica y en la medida del posible, superarla para crear nuevas lógicas, métodos y paradigmas.
La filosofía, como la conocemos, nació en Grecia, en las plazas, junto a la república, con las discusiones, la reflexión y la capacidad de crear consenso y definir principios, valores y el bien común, que son el fundamento de la democracia. Uno no puede ser ciudadano sin pensar libremente, sin reflexionar y evaluar diferentes posiciones y para hacerlo se requiere método y esto es la filosofía, un lenguaje sobre el lenguaje, que nos permite distinguir y evaluar.
La filosofía es Sócrates con sus diálogos, es Platón con sus alegorías y metáforas, como el mito de los hombres de la caverna, que solo perciben reflejos de lo que denominamos “realidad”, es Aristóteles con sus taxonomías y métodos para organizar el mundo y también la matemática y la geometría son filosofías, en el sentido que representan un modo de concebir relaciones entre entidades basadas en axiomas, lógica y operaciones, que imponen una necesidad absoluta en el procedimiento y el uso pragmático de conceptos definidos operacionalmente, como sumar y multiplicar.
Una de las ramas más importantes de la filosofía moderna es la epistemología, es decir, la definición del conocimiento y los métodos usados para estructurarlo con todas sus posibilidades y contradicciones metodológicas. La sociedad moderna es una sociedad del conocimiento, donde este es el capital más importante y, en este contexto, la filosofía como disciplina se hace doblemente significativa, ya que nos permite ser ciudadanos activos en una sociedad compleja y además no brinda elementos para circunscribir la validez de lo que llamamos o consideramos conocimiento y la relación entre la inducción y la deducción, entre los datos concretos que tenemos en relación a un fenómeno y los conceptos y relaciones que usamos para definirlo, entre la “realidad observada” y las teorías o postulados, que de esta se desprenden.
Sin filosofía, sin el amor al conocimiento, somos ciegos y la humanidad se niega a sí misma, porque en la filosofía encontramos otra dimensión fundamental, la ética, la distinción entre el bien y el mal, que debería ser la base de la política. Pero si esta, la política, impone que el estudio de la filosofía no sea esencial para la vida moderna, entonces podríamos decir que existe en la política una negación al método, una oposición a la capacidad de pensar, una reducción del ciudadano a un ente pasivo, incapaz de reaccionar ante una falsa retórica y esta forma de hacer política o ignora su historia o es una artimaña manipuladora, que persigue sus propios fines y en política, como en otros ámbitos de la vida moderna, vemos siempre más la situación descrita por H. C. Anderson en Los nuevos vestidos del emperador, que en realidad caminaba ridículamente desnudo por la calle, siendo aplaudido por los “ciegos” y esta metáfora, en el caso de la política, es ver un sabio donde tenemos a un ignorante, por la incapacidad de discernir entre lo sostenible y los lógicamente insostenible en una propuesta de cualquier tipo. Porque la filosofía entendida y enseñada bien implica una mayor capacidad de entender y de actuar.
Según mi opinión personal, la solución no es eliminar la filosofía de la escuela, sino enseñarla mejor, con más tiempo y recursos, porque sin filosofía muere lentamente la posibilidad de vivir humanamente en sociedad. Sí, porque la filosofía es la gramática del diálogo y sin un diálogo vivo, vigilante y preparado, no existe la sociedad.