A mediados del siglo XVI Malta resistía el envite turco, transformándose en una de las últimas fronteras de Occidente. Hoy, 500 años más tarde, conserva su patrimonio y su encanto prácticamente intactos.
La isla del halcón no solo tiene en común con Dubrovnik (Croacia) haber resistido la embestida de los otomanos durante siglos, sino también haber perdido su independencia a manos de Napoleón Bonaparte a principios del siglo XIX. No duraron mucho los franceses; pronto les sustituirían los ingleses, que permanecieron aquí hasta su independencia en 1965. También coincide con la ciudad croata en que su capital forma parte de ese club exclusivo de lugares declarados Patrimonio de la Humanidad.
A pesar de sus escasos 316 kilómetros cuadrados, incluidas las islas de Gozo y Comino, y pese a haber sido invadidos y colonizados hasta hace menos de 50 años, los malteses han mantenido sus señas de identidad desde incluso antes de que llegaran los romanos.
Se sabe que la base de su lengua es el fenicio, aunque condimentada con las aportaciones de sus muchos visitantes. En lo demás es cien por cien mediterránea, tanto en sus costumbres o su gastronomía como en su forma de ser. La influencia británica es evidente, pero solo hay que mirar alrededor para descubrir otras culturas más cercanas, como la española. La isla estuvo ligada a la Corona de Aragón durante siglos, pasando a manos de Carlos I quien, en 1530, decidió cederla a la Orden de San Juan a cambio del pago de un halcón como tributo.
Aunque en Mdina, la antigua capital de la isla, todavía se mantienen en pie muchos de los palacios construidos en época aragonesa (se sabe que Alfonso V se alojó en la residencia de los Inguanez en 1432 y los nombres de raíz española todavía resuenan por muchas de sus calles), fue durante el periodo de los Caballeros (desde 1530) cuando Malta, y muy en especial su capital, La Valetta, se convirtió en uno de los lugares más espectaculares y fastuosos de todo el sur de Europa.
La ciudad y muchos de los pueblos se llenaron de lujosos palacios y descomunales iglesias protegidos por fortificaciones, como las que todavía dominan La Valetta y hoy son visitables. El Albergue de Castillo, cuartel general de los caballeros de San Juan cristianos y portugueses, es ahora sede del Gobierno maltés. Compite en magnificencia con el de Italia, Baviera, o incluso el de Aragón, aunque no supera en grandiosidad al palacio de los Grandes Maestres, ni a la Catedral dedicada a San Juan donde se guardan los soberbios cuadros de Caravaggio.
Malta tiene el tamaño de Ibiza, pero es un pozo sin fondo en lo que se refiere a cosas que ver y hacer. Antes de dejar la capital es muy recomendable contemplarla desde el mar sobre uno de los barquitos que circulan por su puerto. Con tiempo, merece la pena parar en la pequeña población de Birgu, hoy más conocida como Victoriosa, donde se instalaron los caballeros antes de fundar La Valetta. Allí, cada una de las 'lenguas' de San Juan (ramas de la Orden), construyó su propia sede reproduciendo las que habían dejado en Rodas y no faltan las que albergaron a españoles y portugueses.
Después hay que conocer alguno de los monumentos prehistóricos que salpican tanto la isla principal como Gozo, declarados Patrimonio de la Humanidad. El más espectacular es el Hipogeo de Tarxien, aunque si no se puede visitar, cerca de Zurrieq hay varios templos muy interesantes. Tampoco hay que perderse la Gruta Azul, insólita formación rocosa en unos acantilados de origen volcánico. También es casi obligatorio acercarse hasta el puerto pesquero de Marsaxlokk, con algunos de los mejores restaurantes de pescado.
Al atardecer hay que dirigirse al puerto de St. Julian, donde hay docenas de bares de diseño frente a un puerto deportivo que atrae otro tipo de barcos muy distintos. El interior de la isla está cuajado de pueblos monumentales. Mdina es el más espectacular, pero hay otros muchos, siempre dominados por iglesias que compiten no solo en tamaño, sino también en suntuosidad.