La peregrinación a la Virgen de Puntal Corral se lleva a cabo todos los años justo una semana antes del Domingo de Ramos, antes de La Pascua. Es en la provincia de Jujuy, al norte de Argentina, donde se realiza y, más precisamente, en la Quebrada de Humahuaca, nombrada en el año 2003 por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Una región llena de paisajes muy coloridos y montañosos, de caminos sinuosos y elevados; que oscilan entre los 2000 msnm y los 4500 msnm, ventosa y seca, inhóspita para los visitantes, pera lleno de vida.

El paraje de Punta Corral se ubica en un abra –una pampa entre los cerros– a unos 30 km del pueblo de Tumbaya. Hay varios senderos de caminos para llegar al santuario de la virgen, como Tunalito y otros por el sur de la quebrada, pero el más conocido es el sendero de Tumbaya.

En esta peregrinación converge gran cantidad de fieles de todas las edades, creyentes o no, algunos aventureros que se animan a realizar esta travesía, entre ellos yo me animé varias veces desde pequeño a hacer el camino. La última vez yendo en solitario y ¿para qué más? Para fotografiar la festividad ya que no soy creyente.

Mi viaje comenzó en la Terminal de Ómnibus de San Salvador de Jujuy, a unos 49 km de Tumbaya. Ese día prestaba un clima muy soleado, era una buena noticia ya que en los últimos días para aquella zona había llovido y eso dificultaba todo el recorrido.

Una vez llegado al Pueblo de Tumabaya cerca de las once de la mañana empecé el camino. Primero se cruza el tramo del Río Grande a la vera de la Ruta Nacional Nº9. Mi horizonte estaba marcado por los cerros teñidos de un color amarillo terroso, naranja, como el color de un ladrillo y verde. El viento soplaba en ráfagas cortas pero fuertes, levantando el polvo y por momentos impidiendo mantener fija la vista. En esos primeros tramos el camino estaba lleno de gente yendo y viniendo hasta el sector del Primer Calvario donde se concentraba la mayoría de puestos de venta de comida y asistencia a los peregrinos, un punto de descanso. Allí pude almorzar empanadas de charqui –una delicia salada– y sopa a las faldas de los cerros que estaba por atravesar.

Luego de un breve festín, recargué mi cantimplora y continué el camino al siguiente calvario a unas cuatro horas más arriba. El sol apretaba y el calor se hacia sentir. Unos minutos después de rodear un pequeño cerro se vislumbraba la trepada sinuosa a la vera de otro río, ese sector del camino estaba lleno de cantos y guijarros sueltos que obligaban a levantar más las rodillas a cada tranco para evitar lesionar los tobillos, era un sector abierto justo antes de entrar a la pequeña quebrada por donde continuaba el camino. Cada uno de los peregrinos que me cruzaba mostraba signos de cansancio, en su mayoría que bajaban, porque al día siguiente era Domingo de Ramos, cuando bajan a la virgen para venerarla.

Hacer un viaje solo implica muchas cosas y entre ellas poder conversar con uno mismo, poner en perspectiva acontecimientos de mi pasado inmediato. Me presté de testigo ante mi fuero interno y confieso que la travesía me sirvió para aclarar muchas ideas y tomar decisiones importantes sobre mi vida. El tratar de sacar fotos me motivaba. Cruzarme con gente que entre medio de la naturaleza escucha música fuerte con sus celulares me obligaba a tener cuidado de pensar en voz alta y también, sobre todo, a no juzgar demasiado a los demás, mientras a cada zancada subiendo esa cuesta ya sentía la altura de la zona y un leve cansancio. Ya llevaba cerca de cuatro horas de caminata.

Cuando entraba a la pequeña quebrada y se cerraba el panorama de enfrente me sentí más animado, ya no sentía tanto el cansancio y estaba en ritmo para avanzar. El camino empezó a subir y a cada paso se veía que a los costados ya teníamos cornisa, era un gran avance en el camino. Mirando hacia atrás el paisaje se mostraba elevado y salvaje, con un toque de verdor aún, lleno de cardones. Muy a lo lejos estaba Tumbaya, casi perdido. Y así pude llegar al segundo calvario, esta vez se encontraba a un costado del camino, del otro estaba la cornisa. Todavía no había superado los cerros y me encontraba a mitad de camino y de altura. Pasé por enfermería por recomendación para pedir pastillas para potabilizar el agua de allí que iba a llenar. Descansé lo suficiente con un té y pan casero y al camino nuevamente.

A partir de allí, mientras el camino serpenteaba cada vez menos y luego de cruzar la vera de un arroyo –que a la vuelta me iba a salvar–, el paisaje empezaba mostrarse mas inhóspito y árido, casi no había verde y solo veía algunos tolares y cardones. Antes de llegar al tercer calvario hay un lugar llamado Los Penitentes, un sector en medio de la ruta lleno de cardones, inmensos, custodios del camino. Los peregrinos dejamos alguna ofrenda a aquellos cactus. Antes, mucha gente dejaba un cigarrillo prendido entre las jaranas, algo muy peligroso. El sol ya se había posado por detrás de los cerros, pero aún había bastante luz. Dejé mi ofrenda y continué con el camino.

Ya para el sector del tercer calvario había una carpa de enfermería con cuatriciclos y médicos para atender a los peregrinos. Tome un café y enfilé ya con mi cantimplora a tope. A partir de acá la altura es de 4500 msnm y fue una de las partes más duras. Había bastante luz pero en ese medio el frío era inquietante y ya estábamos más descubiertos, el viento se mostraba continuo y persistente. Tardé un poco más de lo esperado para el cuarto y último calvario antes de llegar al santuario de Punta Corral. Pero una vez allí se vislumbraba toda el abra por delante, ahí el paisaje se abría y se mostraba anhelante para ser atravesado y hacia aquel lugar me encaminaba. Calculo que la distancia era de 5 km. El viento traía el sonido de los grupos de Sikuris, de fiesta preparando para esa noche. Del bullicio de la congregación.

Llegué al santuario con luz, contabilizaba cerca de ocho horas de caminata y me sentía con vigor y satisfecho por haber llegado. La entrada al paraje no paraba de ver a las distintas bandas de sikus, llenas de colores brillantes, bailando y danzando al compás, ensayando para esa noche. Di un par de vueltas observando todo, fotografiando, mientras aún fuera de día. Era justamente por lo que iba.

Ya caído el sol y un crepúsculo rápido, que daba la impresión de estar en pátina, el viento y el frío cayeron con fuerza, pero la gente alrededor del santuario nunca perdió la algarabía. Antes de comenzar el camino había levantado una piedra, no muy grande, que cargué para dejar a modo de ofrenda ahí arriba. No entré a la pequeña capilla pero en su lugar deposité, con el mayor de los respetos y agradecido por haber llegado, a un costado de la iglesia en una apacheta grande. Había terminado la primera parte del viaje. Había que comer y descansar algo porque no me iba a quedar mucho tiempo. La siguiente etapa del viaje era más dura y me puso a prueba.

Después de una cena de empandas, milanesa y sopa que me supieron a gloria, un verdadero premio a tal empresa de peregrinación, encontré en rincón entre varias carpas de gente, me cambié la muda de ropa sudada por limpia y seca, y ahí cometí uno de los mayores errores. Había caminado con borceguís y medias aptas para trekking, pero en vez de llevar unas medias iguales, llevé y me puse de algodón. ¡Qué gran error! Luego me recosté y me abrigué pensando que podía dormir un poco, pero no pude hacerlo. Hacía frío pero también estaba maravillado, podía ver un cielo calmo, estrellado y prístino. A un costado aparecía la luna como pidiendo permiso por tapar un espectáculo tan hermoso. No voy a mentir pero esa luna me acompañó en la vuelta y nunca me abandono. Tenía razón Atahualpa Yupanqui al cantarle una zamba:

Yo no le canto a luna
Porque alumbra y nada más,
Le canto porque ella sabe
De mi largo caminar.

Echado bajo un cielo estrellado de un lado e iluminado por la luna por el otro trataba de dormir, pero el frío cada vez más calaba bien fuerte, se hacía sentir hasta los huesos. Resolví que lo que podía hacer era moverme, y de que era la hora de partir, de volver al camino pero para abajo. Preparé mi mochila, saqué la linterna, guardé mi cámara y me encaminé hacia la senda de vuelta. Mientras el jolgorio y la música de los sikus se hacían cada vez más lejanos la luna me indicaba por donde pisar, ahí estaba, compañera y firme.

El camino por toda el abra, esa pampa hasta el cuarto calvario, fue rápido y animoso, ver la cumbre de los cerros bañados por una luz clara me inspiraba respeto por aquel lugar, bello pero raposo, de vistas magnificas y de soledad. Aún seguía llegando gente al santuario. En el calvario podés ver hacia atrás, todavía llegaba la música de los vientos y fuegos de artificio, justo empezaba la fiesta de Domingo de Ramos y yo bajaba. Aproveché para mascar hojas de coca –me iban a hacer falta– agua y una miradita para la fiesta. Había que continuar.

Esta parte del camino se hizo rápido; como decía, la luna en su cénit mostraba la senda. Esta vez el camino se volvía a achicar y a cada paso se reducía la visibilidad, ahora los cerros se mostraban imponentes e imparciales, guardianes del tiempo. Llegué al tercer calvario sólo para cargar agua y necesidades fisiológicas. En esa parada empecé a sentir que mis pies se estaban ampollando pero había decidido continuar el descenso.

A partir de allí el camino se hizo un calvario, el dolor empezaba a ser real en los pies pero no debía detenerme, estaba resuelto a bajar a como dé lugar. La noche avanzaba y la luna ya se despedía, alumbraba tenuemente el camino. Casi no corría viento, el silencio y la oscuridad aguzaban los sentidos.

Al llegar al arroyo donde antes había cruzado, por primera vez me encontré solo en el camino, en medio de los cerros, no había nadie delante ni atrás de mí, y el agua borraba la huella del camino. Me inundó el miedo y me detuve a tratar de pensar qué hacer: me quedaba a esperar que pasara algún peregrino por allí a esas horas o traba de avanzar con linterna a mano con el riesgo de perderme fácilmente. Paralizado del miedo, miraba para todos lados buscando alguna referencia de la tarde, empecé a caminar despacio tratando de recordar bien aquel lugar, esos minutos parecieron horas. Invocando a todos los dioses y santos apareció de entre la oscuridad la luz de una linterna, justo delante de mí; era un caminante que me indicó por dónde seguir. Gracias. Salvado.

Crucé por los penitentes como arena entre los dedos. El miedo, el cansancio, el dolor de pies me obligaban a enfocarme en seguir y no en esos bellos cardones, verdaderos protectores del camino.

Segundo calvario, casi no había gente, y el dolor en los pies se hacía insufrible a cada paso. Preferí seguir camino. Sabía que la distancia entre el segundo y primer calvario es una distancia considerable y sabía que si me detenía no iba a poder continuar caminando. Esta parte del camino fue lento y penoso, el frío era persistente a pesar de no correr viento, oscuro, ya estaba en la parte baja de la pequeña quebrada.

En mi diálogo interior, me di cuenta del lujo de la cotidianidad en la ciudad. Sentarse en una mesa a comer, una ducha caliente, una cama, tener un techo son lujos que muchos tenemos y aprendí, en el medio de aquellos cerros, bajando solo, que debía ser más agradecido con la vida y que a pesar de tener los pies ampollados iba a llegar a casa.

Ese trayecto fue largo, sentí un pequeño alivio al llegar a la vera del río donde había muchas piedras y cantos y salía de la pequeña quebrada. Quedaba poco para el primer calvario. Esos pasos los sentí que los caminaba como un zombi, lento y ladeando el cuerpo. El sendero lo podía ver así que no usaba la linterna salvo en ocasiones que no se vislumbraba donde continuar.

El primer calvario apareció de golpe, todo en penumbras y en silencio, no había ni una hoguera que pudiera usar como referencia, solo el ruido de un camión que cuando llegué estaba arrancando el motor. Ese vehículo estaba para ayudar a la gente a bajar hasta la ruta. Acá sí me recosté al costado de una pirca al resguardo del frío y traté de dormitar unos minutos. El camión solo estaba para gente mayor o enferma, yo podía seguir.

Habré descansado cerca de media hora, ya había gente preparando desayuno y me tomé un mate cocido con pan casero, recargué pilas, las pocas energías que me quedaban eran para los últimos pasos hasta la ruta. Arranqué la bajada. Todavía dolorido, iba a paso lento pero firme. Sí, iba a llegar. Todavía era muy temprano cuando llegué a la ruta. Me subí a un ómnibus para la ciudad y le pregunté al chofer la hora. “Cinco de la mañana” me contestó.

Cuando me senté por fin pude relajar. Ya había hecho todo el trayecto de ida y vuelta en unas cuantas horas, ahora iba a disfrutar de los lujos de dormir en una cama y comer en una mesa y darle un abrazo a mis padres y hermanos.

A los días fui a hacer revelar la película de las fotos pero me velaron el rollo y no hay fotografías. ¿Será que el destino desea que vuelva a hacer otra vez ese viaje?