La primera impresión es siempre única. El primer amor, la primera aurora, el primer contacto con una isla de los mares del Sur, son recuerdos aparte en nuestra vida y despiertan una especie de virginidad de los sentidos...

(Robert Luis Stevenson. En los mares del sur, 1896)1

La única niña en una casa con un montón de niños no quiere jugar con sus muñecas, prefiere correr, saltar, trepar árboles y morirse de risa jugando a la guerra con sus hermanos. ¡Esto es totalmente inapropiado!, se queja su madre ante su padre pidiendo su intervención, ¡nuestra hija tiene que aprender a comportarse como una dama y a vestirse como tal!, insiste en vano. El hombre concede a su hija el derecho de una infancia libre y feliz, es tan sólo una niña, déjala tranquila, mujer, responde, aunque el siglo diecinueve recién está naciendo.

Las guerras napoleónicas espantan a Europa. La niña cumple nueve años, su padre enferma y muere. Con la llegada de la muerte a casa, la libertad de la pequeña termina. Su madre encarga vestidos para ella, le prohíbe participar en “juegos de hombres” y empieza a educarla para ser una dama, ¡como corresponde! Napoleón invade Austria y la familia es forzada a hospedar a funcionarios franceses. La pequeña los odia y sueña con ser un soldado para expulsarlos de su casa y de su tierra. A los doce años, asiste obligada al desfile triunfal de Bonaparte en Viena. No quiere mirar, su madre la abofetea, pero la niña cierra los ojos y nadie puede abrírselos a la fuerza.

Llegó hasta a quemar con cera las yemas de sus dedos para liberarse de los ejercicios de costura, bordado y piano, que tanto la aburrían. Ella sólo quería releer los libros de viaje de la biblioteca de casa, aunque ya se los sabía de memoria. Algún día viajaré por todo el mundo, soñaba y parecía un delirio, porque en su tiempo, las mujeres como ella sólo cosían, bordaban o tocaban el piano. Su madre contrató un nuevo tutor para que su educación le permitiera conseguir un marido adecuado, aunque le advirtió que ante los hombres debía mostrarse un poquito tonta. A los caballeros no les gustan las sabihondas, mujer que sabe latín, no tiene marido ni tiene buen fin, recuérdalo, hija. Las nuevas lecciones incluyeron francés, italiano, dibujo y más piano.

Esta hija mía por fin parece haber sentado cabeza, se dijo la madre cuando notó la docilidad con que la joven comenzó a aceptar las sesiones de clase y el esmero que por fin empezó a poner en su arreglo personal. Pero la cabeza de la joven estaba más en las nubes que nunca, porque se había enamorado del nuevo tutor y él se había enamorado de ella. Él no esperaba que ella aparentara ser un poquito tonta, le gustaba tal como era y no hubo sesiones de clase más felices que aquellas. Tutor y pupila hablaban de tierras remotas, paisajes de fuego y hielo, selvas tropicales, tribus caníbales y veleros trasatlánticos. Nos casaremos y viajaremos por el mundo, se juraron y lo creyeron posible, hasta que la mano de la joven fue negada al tutor por tratarse de un Don Nadie. Él perdió el empleo y el amor y ella el amor, el mundo y casi la razón.

A su madre le tomó más o menos cinco años vencer la resistencia de la joven a un casamiento conveniente. Cuando cumplió veintidós y era casi una solterona para sus tiempos, su madre logró casarla con un viudo veinticinco años mayor que ella. Era un abogado, funcionario del Gobierno y no amaba a la joven. El matrimonio se instaló en un pueblo a casi doscientos kilómetros de Viena. Entre bostezo y bostezo, ella parió con dolor los dos niños que concibió sin amor.

El dinero no era una preocupación. El sueldo del abogado cubría lo necesario y lo superfluo. Hasta el día en que el hombre se dio cuenta de que el gobierno de la provincia estaba lleno de corruptos y los denunció. Los acusados fueron detenidos y enjuiciados pero la carrera del acusador terminó porque sus compañeros lo consideraron un espía y lo tildaron de traidor. Fue despedido, el dinero dejó de llegar y el hombre no pudo levantar la cabeza.

Entonces su mujer tuvo que dictar clases de piano y de dibujo para mantener a la familia. ¿Y éste era el matrimonio que aseguraría mi bienestar económico? ¿Me habré convertido en una Doña Nadie ahora que trabajo de tutora?, se hubiera preguntado de haber tenido tiempo para hacerlo, pero no lo tenía. Preparaba las lecciones para sus alumnos, limpiaba la casa, atendía a sus hijos y a su marido, cocinaba, lavaba y planchaba la ropa y estiraba los centavos. Su marido enfermó y no quiso pesar sobre ella. Se separaron civilizada y discretamente y ella regresó a casa de su madre en Viena con sus dos niños, para evitar el gasto de un alquiler. Siguió dictando clases. Sólo Dios sabe lo que sufrí durante esos años, dijo mucho tiempo después.

Cumple cuarenta y cinco años, y según la opinión de su tiempo, es una vieja, casi-casi una anciana. Sus hijos han crecido y los dos trabajan, pueden valerse por sí mismos, se dice satisfecha. Su madre acaba de morir y le ha dejado un poquito de dinero. Cuenta los billetes de su herencia y piensa. El recuerdo de un sueño le da una idea que le acelera el corazón. Toma su sombrero, sale de casa, visita a un abogado y le pide que redacte un documento. Luego hace una compra y su corazón le salta en el pecho. Visitaré a una amiga en Estambul, dice a sus hijos y miente porque hará mucho más que ir a Estambul. Recorrerá el mundo y grabará su nombre en la historia como la primera viajera mochilera, aunque no llevará una mochila. Es el año mil ochocientos cuarenta y dos.

Uno de los peligros de los viajes de entonces era morir por culpa de alguna epidemia. Alrededor del año de nacimiento de la viajera, un científico británico había descubierto la vacuna contra la viruela, pero la viruela no era la única aliada de la muerte. El cólera y la peste bubónica remodelaban las ciudades obligando a sus autoridades a apartar los cementerios, y cada poco tiempo un rebrote aterraba a la humanidad. A la vacuna contra la rabia le faltaban más de cuarenta años para nacer y hasta hacía no más de tres décadas, el remedio para los humanos atacados por ella había sido asesinarlos. Por ello, el documento que encargó a un abogado antes de viajar fue su testamento.

El otro peligro para las viajeras de entonces era el mismo que para las viajeras de hoy. Una mujer sola, sin nadie que la cuide, siempre ha sido un blanco caminante. Pero el dinero que su madre le había dejado, con el que ella cumpliría su sueño, no era mucho y no podía permitirse el lujo de contratar a un sirviente que la protegiera. Su edad jugó a su favor, porque, aunque los años suelen fungir de enemigos de las mujeres arrancándoles los encantos visibles, también les hacen un favor porque un blanco invisible es un blanco menos vulnerable. De haberse tratado de una joven, su deseo habría sido considerado absolutamente inapropiado, porque una viajera menor sólo era bien vista del brazo de un marido, funcionario, explorador, científico o pastor, pero marido.

Navegó por el Danubio en un barco a vapor que la dejó en el Mar Negro. Cruzó del lado europeo al asiático en una canoa parecida a un kajak. Constantinopla, como seguía llamándose a Estambul, le pareció una mezcolanza fascinante de idiomas, tradiciones y culturas. Iré a Tierra Santa, decidió allí, porque quería ver la tierra de Cristo y recorrer sus caminos. Notó que los ceños fruncidos de los extraños, sobre todo europeos, ante su falta de acompañante, se distendían en sonrisas comprensivas cuando comentaba que estaba en camino a la tierra de Jesús. Qué mujer tan piadosa, querer conocer Tierra Santa es comprensible, ¡completamente comprensible!

Rumbo a su destino, casi se murió de calor en Beirut y cuando caminó sobre las huellas de Jesucristo, creyó que se moriría de emoción. Después, pasó por Siria; conoció el gran misterio de Líbano: las ruinas de Baalbeck, un conjunto de templos fenicios con bloques de más de mil toneladas en los que las piedras más pequeñas sirven de base a las piedras más grandes; paseó por las pirámides de Egipto; tomó un vapor a Italia, paró en Sicilia y en Nápoles. Volvió a Viena diez meses después de haber salido y su llegada fue más triunfal que la de Napoleón Bonaparte, había recuperado el sueño que un día perdió, había visto el mundo, volvería a hacerlo y nada la detendría. Traía un diario lleno de anotaciones y en el corazón una revelación: una mujer nunca se siente más libre que cuando camina sola en un lugar por primera vez.

Cuando su viaje llegó a oídos de un editor amigo de la familia, el editor la visitó y le propuso publicar sus anotaciones. ¡Pero son sólo mis impresiones!, respondió asustada porque no tenía inquietudes literarias. ¡Precisamente por eso!, insistió él y le dio una razón estupenda: podrías ganar dinero para seguir viajando. Viaje de una vienesa a Tierra Santa, firmado sólo con las iniciales del nombre de la viajera, se publicó en mil ochocientos cuarenta y tres. Comenzó a planear su próximo viaje y como en el primero se había muerto de calor, decidió que tocaba morirse de frío.

Eligió uno de los destinos más impresionantes del planeta, la tierra del hielo y del fuego, la de los glaciares y los volcanes, la de mares congelados y arroyos hirvientes, la que nació sobre una herida de la tierra y tan atarantada, que no pudo decidir si pertenecer a un continente o a otro y se sentó sobre dos a la vez: Islandia. Llegó en barco desde Dinamarca y recorrió la isla en un carro tirado por caballos. Acampó entre cráteres, cerca de fumarolas y escaló el volcán más activo de Islandia, el Hekla o “La Puerta del Infierno”, como se le conoce en la mitología escandinava. Tiene menos de mil quinientos metros de altura, el volcán, y antes de erupcionar, avisa con temblores de tierra. Y como no avisó, ella subió hasta el cráter de la cima, desde allí contempló el paisaje más alucinante y se supo la mujer más libre del mundo.

Hacía poco que Islandia había logrado tener su propia Constitución y hasta un gobierno autónomo con limitaciones, pero las condiciones de vida forzaban a muchos de sus ciudadanos a emigrar. A ella no le gustaron los islandeses, le parecieron rudos, sucios y su comida, aburrida. Antes de volver a casa, viajó por Noruega y parte de Suecia. Cuando hizo su entrada triunfal a Viena, además de las anotaciones en su diario, llevaba muestras de plantas, rocas y daguerrotipos, que había aprendido a tomar. Vendió las muestras y los daguerrotipos a los museos y su editor publicó Viaje al norte escandinavo y la isla de Islandia.

Entre el primero y el último de sus viajes pasaron dieciséis años. Sola y libre, dio la vuelta al mundo dos veces y sólo contrató guías locales cuando recorrió zonas inexploradas. Conoció costumbres distintas, civilizadas, salvajes y hasta delirantes. Visitó el harén de un Pachá, las mujeres en él la sorprendieron por su ignorancia y por su aspecto, eran analfabetas, no hablaban más que un idioma y le parecieron gordas. Cruzó desiertos en caravanas de camellos y unos bandidos que trataron de asaltarla una vez, terminaron ayudándola a montar la carpa en la que acampó. Se escandalizó de la libertad sexual de las mujeres de Tahití, que gozaban sin culpa. Admiró el ascetismo hindú.

En lo que ahora es Indonesia, desestimó los consejos de los occidentales y quiso conocer a una tribu de caníbales cuyo plato favorito eran los misioneros. Los caníbales agradecieron su curiosidad con una danza de bienvenida, aunque un poco más tarde le indicaron con gestos que se la iban a comer. Casi muerta del susto, se las arregló para decirles en su idioma que una mujer tan vieja no podía ser sabrosa. Les hizo gracia, la dejaron partir, y así se convirtió en uno de los pocos europeos que pudieron contar una historia semejante. No sabía nadar ni flotar, pero cruzó un río agarrándose a las ramas que lo rodeaban porque lo encontró en su camino.

Volvió a desobedecer a los europeos que solía encontrar y quiso conocer a una tribu que cortaba las cabezas de sus enemigos y las dejaba clavadas frente a sus poblados. Los encontró honestos, afables y modestos, y lamentó no poder pasar más tiempo entre ellos... “me estremeció, pero no pude dejar de preguntarme si, después de todo, nosotros, los europeos, no somos realmente igual de malos o peores... ¿no está cada página de nuestra historia llena de horribles actos de traición y asesinato?”, escribió. Aprendió que, si compartía su comida con las ratas de los barcos, ellas la dejaban dormir en paz.

Cruzó el Cabo de Hornos como los valientes más listos y la realidad desaforada del continente mágico la dejó turulata. Describió a sus indios como primitivos e inferiores, presenció incendios pavorosos en el Brasil, se defendió de un asaltante a puro paraguazo y supo que las hormigas de la selva amazónica son mucho más temibles que una tribu de caníbales. Cuando pasaba demasiado tiempo entre infieles, extrañaba un poco la comodidad de la cristiandad compartida, pero una vez que llegó a Rusia muerta de aquella nostalgia, los rusos la encerraron porque la creyeron espía. “¡Oh, buenas gentes árabes, turcas, persas, indias! Con qué seguridad atravesé vuestras tierras paganas e infieles y aquí, en la cristiana Rusia, cuánto he tenido que sufrir...”, escribió cuando la liberaron y volvió a casa.

La siguiente vez que alguien encerró a la viajera, fue nada menos que La Calígula de Madagascar, como apodan los historiadores a la Reina Ranavalona. La Bloody Mary de Madagascar, como también se le llama, ordenó matanzas sistemáticas de cristianos para mantener a su país fuera de la influencia extranjera, aunque los estudiosos afirman que no sólo mató cristianos, sino que diezmó a su población a punta de guerras, trabajos forzados y un sistema de justicia delirante. Ranavalona sospechó de la viajera y la acusó de conspirar para derrocarla, y aunque logró escapar con vida, contrajo la enfermedad que la mató poco después, en Viena.

La viajera libre murió en octubre del año mil ochocientos cincuenta y ocho, a los sesenta y un años. A partir de su tercer libro, había comenzado a firmar con su nombre completo, Ida Pfeiffer. Sus crónicas se tradujeron a varios idiomas y se vendieron por montones. Fue elegida miembro de las Sociedades Geográficas de Berlín y París, la de Gran Bretaña se negó a admitirla porque era sólo una mujer.

Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar...

(Antonio Machado)

Notas

1 Relato de las experiencias y observaciones efectuadas en las islas Marquesas, Pomotú y Gilbert. Barcelona, Ediciones B, 1992.