Un viaje entre una de las tradiciones de piedad popular más sugestivas, la “Fócara” (fogata) en honor a San Antonio Abad y el descubrimiento del barroco en la ciudad de Lecce, la capital de la Región Apulia.
Es el santo de los animales San Antonio Abad (no hay que confundirlo con San Antonio de Padua), ya que este santo, conocido también como “San Antonio del Fuego” es un eremita de origen egipcio que según la leyenda vivió más de 100 años, desde el 251 al 357 de nuestra era: considerado el fundador del monaquismo, es, por lo tanto, el primer Abad de la historia.
Se pierde entre los meandros de la historia la devoción por “el santo del fuego”, de los habitantes de Novoli, un pueblito de poco más de 8.000 habitantes ubicado justo en el talón de la bota italiana, entre el mar Jónico y el Adriático, aunque según la tradición se remonta a la época bizantina. En todo caso, el culto oficial partió hace 352 años, desde el 28 de enero de 1664, cuando el obispo de la época declaró a San Antonio Abad protector de Novoli.
Todas las personas que por una u otra razón tienen que ver con el fuego están protegidas por este santo, ya que según cuenta la leyenda incluso se adentró en los fuegos eternos del infierno para rescatar las almas de los pecadores que habían sido condenados a este castigo. De hecho, desde tiempos remotos, la mayoría de los enfermos que solicitaban una gracia sufrían la enfermedad conocida como “mal ardiente”, que no es otro que el “herpes” o “fuego de San Antonio”, producido por un virus.
Pero también San Antonio Abad es considerado el protector de los animales domésticos. Por eso generalmente junto a su efigie aparece un cerdito con una campana en el cuello. Esta tradición tiene que ver con el hecho de que la orden de los “antonianos” (fundada en Francia en 1095 y suprimida en el siglo XIX) había logrado el permiso para criar cerdos en los centros habitados, ya que la grasa de estos animales servía como pomada para los enfermos del “fuego de San Antonio”. Los cerdos eran nutridos por la comunidad y podían circular libremente por las calles del pueblo con una campana en el cuello.
Las fiestas de los habitantes de Novoli en honor del Santo Protector empiezan el 7 de enero con el Novenario y la construcción de la pirámide que se quemará (“fócara”, en dialecto); terminan el 18 con la fiesta popular, que ha sido precedida por una procesión y bendición de los animales domésticos. Sin duda el momento principal y culmen de las festividades es cuando se enciende la enorme fogata formada por miles de atados de sarmientos que han empezado a recogerse ya a mitad de diciembre y que se engarzan con gran maestría y técnicas transmitidas por generaciones: mientras el fuego se eleva, cascadas de fuegos artificiales subrayan la sugestión del momento.
En general, para construir una fogata de unos 20 metros de diámetro por otros tantos de altura se necesitan entre 80.000 y 90.000 atados de sarmientos, amarrados con alambre, según dicta la tradición. En su construcción participan unas 100 personas lo bastante resistentes como para permanecer durante horas de pié en las escalas, quienes, además, tienen que irse pasando los atados de sarmientos que darán origen a la pirámide que en el curso de los años ha tenido numerosas formas, incluso una galería donde ha pasado la procesión con la estatua de San Antonio en andas.
A pesar de la lluvia que este año obligó a suspender la procesión, de todas maneras el 18 de enero recién pasado unas 40.000 personas llegaron hasta Novoli para participar en este rito secular que se mantiene casi inalterado a pesar de los tres siglos y medio que se lleva realizando.
Lecce y el barroco
El barroco es hijo legítimo del Concilio de Trento, que duró 18 años (entre 1545 y 1563): era el período de la Contrarreforma y la Iglesia Católica tenía que demostrar todo su poder para hacerle frente al movimiento reformador impulsado por Martín Lutero.
Hasta el Concilio de Trento, el arte era el instrumento privilegiado para enseñar al pueblo. Por eso, ya sea el arte románico, ya sea el arte gótico, son perfectamente idénticos en toda la península italiana, e incluso hasta más allá del mar Mediterráneo “desde los Alpes a las Pirámides”, según se decía. Con el Concilio de Trento, como ya se señalaba, la Iglesia se reforma, y reformándose se abre hacia la cultura de otros pueblos, hacia las tradiciones locales; por eso, no es exagerado afirmar que siempre es necesario ponerle “apellido” al barroco: lombardo, napolitano, romano, en este caso “leccese”.
En un primer momento, el arte barroco era considerado vulgar, incluso “kistch”, luego serían las órdenes religiosas (jesuitas, celestinos, teatinios, entre otras) las que contribuirían al desarrollo de este arte cuyo fin era demostrar el poder de la Iglesia de Roma. La búsqueda de este poderío y de esta fastuosidad se encuentra en la gran riqueza de decoraciones que impregna toda la edilicia de Lecce: se advierte no solamente en las decoraciones de iglesias, capillas y mansiones, sino también en toda la edilicia menor, como los balcones, los marcos de las ventanas, las fuentes, los escudos de armas que todavía es posible admirar en todo el centro histórico de la ciudad.
Una ciudad como Lecce permite, asimismo, entender mejor algunas acciones del pontificado del Papa Francisco, jesuita y por lo tanto perfectamente en la línea de abrirse a las tradiciones culturales de los pueblos. Las decoraciones barrocas de Lecce, aunque se trate de los altares, son verdaderas esculturas, y este efecto se debe al uso de la piedra calcárea, típica de la región: son verdaderos “bordados” realizados con el buril en la piedra, que permiten no solamente un extraordinario movimiento, sino también preciosas y delicadas decoraciones.
Por otra parte, y esto también se aprecia en los caracteres expresivos del barroco, nos encontramos frente no solamente a la exhibición, sino también incluso a la glorificación de la abundancia entendida en sentido agrícola y naturalista con el símbolo de la abundancia por excelencia, la cornucopia: la tierra es el vientre que dona sus frutos porque Dios así lo ha establecido. Por eso, en las fachadas de los edificios barrocos vemos granadas abiertas, frutas y hojas que parecen agitadas por ráfagas de viento que no son otra cosa sino el soplo de Dios, es decir, la “fuerza íntima” de la naturaleza que permite a los frutos de la tierra germinar, florecer y abrirse al sol.
Y a propósito de productos de la tierra y del mar, Apulia es una región muy generosa. El 17 de enero, por ejemplo, el día de San Antonio Abad ningún habitante de Novoli puede comer carne (tampoco los derivados de la leche): toda la comida proviene del mar. Entre los platos típicos que se comen ese días están los ñoquis de bacalao, o cualquier tipo de pescado aliñado con una salsa a base de azafrán, pan rallado y vinagre; mariscos de la zona, regados por los exquisitos vinos locales, entre ellos el “Primitivo” y el “Negroamaro”. Y aunque se comen sobre todo durante la Semana Santa, en cualquier época del año no hay que dejar de probar los “pucce”, esponjosos pancitos rellenos con aceitunas negras.