No tengo muy claro, o sí, por qué a veces uno llega a casa, al término de la jornada, y se pone a pensar en cosas en las que tampoco debería. Muchas veces tan poco trascendentales que olvidamos en cuanto cerramos los ojos.
Los días parece nos vencen sin oponer resistencia. En los últimos tiempos, dedicamos demasiado tiempo, de nuestro tiempo, a buscar equilibrios cuando, simplemente, en la mayoría de las ocasiones, sabemos que el verdadero equilibrio está en dedicarnos unos momentos a reflexionar con nosotros sobre nosotros mismos.
Siempre que paso algún día en un pueblo, de esos olvidados para muchos, y si es el mío mejor –ese rincón manchego, quijotesco, Minaya-, me sirve, entre otras cosas, para rebelarme contra mi mismo y reflexionar sobre esas miserias que tenemos los que nos creemos más listos o con más medios que los demás. Esos que solo pensamos en encontrar la cuenta que nos aporte más beneficios, el cargo más vistoso, la casa mejor -y si tenemos otra en la playa, que sea en primera línea-, el traje de firma que nos disimule el michelín o el coche más potente para enseñar a esos otros que, cómo no, viven pensando en las mismas estupideces.
En esos pueblos, contemplamos a esos que viven con lo justo para el día a día, que no se preocupan más que de si el cielo descargará algo de lluvia para la buena siembra o, por el contrario, si la noche dejará una de esas heladas que perjudicará el campo floreciente; que visten el mismo jersey cada año y que con una bicicleta, que esté más o menos engrasada, les sirve para recorrer distancias mayores a tres kilómetros. Y ahí les tienes, con sus botellines diarios a 0,50 euros, con unas almendras, sus partidas de brisca a partir del viernes y sus tertulias mundanas en las que, con enorme y sabia filosofía, degüellan a todo aquél que desde la capital les 'roba' parte de sus impuestos para pasearse en coche oficial.
Para ellos su vida es la mejor, y posiblemente tengan razón.
Decía el filósofo Jenofonte que el dinero no servía de nada si no ayudaba a vivir una vida buena. Jenofonte fue discípulo de Sócrates y comentaba de este que, siendo albañil y yendo descalzo, era el hombre más rico de Atenas. Decía que Sócrates ni siquiera cobraba por sus enseñanzas y vestía ropas viejas, pero con su oficio de albañil ganaba lo necesario para vivir modestamente y siempre estaba contento ya que, para él, el hombre rico que poseía cientos de propiedades tenía tantas obligaciones y compromisos que siempre necesitaba más para asegurarse que todos estuviesen contentos con él.
Jenofonte recordaba que solo eras rico si sabías emplear tu riqueza y la riqueza no era saber ganar dinero sino saber qué hacer con tu vida.
Sabios todos.
¿Cuántas veces nos sentimos defraudados, luchando solos o llenando huchas, con la triste imagen o excusa de que forme parte de una ficticia jubilación a la que no sabemos si llegaremos?
Podemos tener mucho de todo, pero a lo mejor nos estamos autoarruinando la vida. Queremos sentirnos de otra manera pero sin renunciar a cómo estamos en esa ficticia zona de confort. Queremos tener de todo, pero sin renunciar a nada. Queremos sentirnos bien con nosotros, disfrutar de esa sensación de felicidad que a lo mejor vemos en otros, pero sin cambiar en nada. Estar más delgados sin dejar de comer y beber, tener dinero sin dejar de consumir y malgastar, tener mejores relaciones sin dedicar tiempo a ellas, vivir tranquilo sin renunciar a nuestro ajetreo diario. ¿Pedimos demasiado sin renunciar a nada?
Nos marcamos propósitos que ni siquiera tenemos la intención de cumplir.
Un nuevo propósito, por pequeño que sea, siempre tiene costes. Debemos saber cuáles son y si estamos dispuestos a afrontarlos. A veces pensamos que los costes en los cambios son económicos. Nos aterra pensar que podemos llegar a ingresar un euro menos al mes. Nos quita el sueño no ahorrar. Y si mañana no despertamos, ¿de qué nos habrá servido tal sacrificio, renunciando a esos momentos de felicidad que por ahí andan huérfanos en nuestras vidas?
Nos interponemos constantemente entre nosotros y la realidad de nuestros pensamientos y deseos.
Leer un verso, charlar con una persona nueva y conocerla, reírte de lo que crees un problema o del instante, pararte un momento en medio de la calle y contemplar a la gente, agradecer tu existencia, decir no a ese pesado, caminar por el campo, disfrutar de una copa de vino entre amigos.
¿Qué necesitamos y para qué? Es la eterna pregunta. ¿Qué queremos y por qué? Otra de ellas.
En este momento, como en otros, como muchos de los vuestros, que me pierdo entre pensamientos, entre estas líneas, podía estar leyendo los versos de, por ejemplo, el gran Karmelo C. Iribarren o alguno de esos textos de Osho con los que tanto disfruto; ahora, que podría estar disfrutando de uno de esos buenos vinos mientras escucho mi música o pienso en las musarañas; ahora, como muchas noches, estoy envuelto en todas estas reflexiones que a lo único que me llevan es a pensar algo así como: ¿qué coño haces?, ¿qué coño hacemos?