Nadie sabía cómo iban a llenarse las libretas de los periodistas que estaban el 25 de mayo de 1965 en el viejo pabellón de Lewiston. Sonny Liston, el gran boxeador del momento, recibió un golpe en la mejilla que le tumbo sin apenas sentir contra quién peleaba. El golpe le mandó a una lona sobre la que bailaba, lleno de ira y euforia, su rival, Muhammad Ali. “Levántate y pelea, cabrón”. El golpe, la lona, los gritos. Ali lo cambió todo. Y los periodistas, agazapados a pocos metros, no tenían tiempo ni espacio suficiente para contar lo que pasaba. Años más tarde, David Remnick contaría esta historia de forma brillante dentro de una de las mejores biografías del boxeador, El rey del mundo.
Sin embargo, el deporte ya era literatura para entonces. Quizás desde que el propio Ali luchase por su primer campeonato de los pesos pesados. Fue cuando Muhammad aún tenía un nombre que no era el suyo, Cassius Clay. En los días previos al combate, la prensa americana se llenaba de titulares contra el aspirante al título. Muchos periodistas consideraban temerario que “un jovencito simpático se enfrentase a un exconvicto”. Este exconvicto era, por cierto, el mismo Sonny Liston que se tumbaría un año después en la lona de Lewiston. Pero ese primer combate tenía otro cartel. Se apostaba por una paliza ridícula servida por el que por entonces era el mejor boxeador visto. Un hombre grande que suplía su lentitud de piernas con una fuerza asombrosa en el golpe. Pero el joven Cassius Clay quiso empezar el combate antes de subirse al ring del Miami Beach de Florida. Su rutina de entrenamiento consistía, entre otras cosas, en acudir al gimnasio de Liston a gritarle “Oso, cabrón, voy a comerte vivo”. Los periodistas no sabían que el combate había empezado. No llenaron sus libretas. Quisieron esperar a ver a los púgiles en calzones. Para cuando abrieron los ojos era el sexto asalto y Liston decidía no salir de su esquina y abandondar. Cassius Clay había ganado por KO técnico. Lo demás fueron gritos de rabia atronadora. “Soy el rey del mundo” “Tráguense sus palabras, soy el rey del mundo”.
Quién vivió la época como periodista tuvo que decidir si hablar del deportista o del personaje. De la realidad o del mito que no pararon de cruzarse hasta que el boxeador se retiró con Parkinson. Una enfermedad visible en sus últimos combates que él intentó olvidar para mantener económicamente a su entorno más cercano.
Se había hecho literatura de las libretas vacías. De los tachones. De los cronistas incrédulos. El deporte guardaba, y guarda, cientos de historias como las de Muhammad Ali. Como los regates del Maradona y su mano de Dios. Como una final de Wimbledon con Roger Federer vestido de blanco, pisando la hierba con la elegancia de quién baila. Como la historia de un español barbudo peleando contra los yankees de la NBA. La crónica de un puñetazo, de un gol, de un tiro libre. Estar delante de una pieza así es algo único.