Un mundial de fútbol es un tiempo muy acotado que ocurre cada cuatro años. Los jugadores lo saben y los espectadores lo sabemos. Ir avanzando fases, ir clasificándose para las siguientes etapas son espacios temporales que se van sucediendo con una cadencia similar, aunque cada vez más dilatada, para intentar dar a los protagonistas tiempo de recuperarse, para madurar lo que consiguen.
Muchos empiezan y pocos llegan a una final.
Los que se van tienen esa decepción que comparten con sus aficiones, con sus países, pero también ese descanso, ese alivio de la tarea cumplida en mayor o menor medida. Pero los que se quedan tiene cada vez más tensión. Satisfacciones y tensión.
Pasar de la fase de grupos es un logro limitado. La mitad de los que participan lo logran y aunque ese cincuenta por ciento de acierto es el que permite jugar por más, es también una presión inmensa para ciertas selecciones nacionales que no suelen conseguir ese paso, aunque por otro lado es una presión mayor para las que sí suelen conseguirlo y fallan en alguno de los partidos de esa fase clasificatoria. Allí está permitido fallar, pero la recuperación cuesta mucho estrés que se acumula si siguen adelante.
En octavos de final el camino está claro, el embudo marca los partidos que pueden seguir y descarta selecciones con las que no se podrá competir hasta el momento final. Eso asegura una línea mínima de partidos, pero tampoco asegura nada porque empiezan los partidos a vida o muerte. El que supera esa fase está a mitad de camino y aun así no sabe a mucho. Ve a los que toman el avión de regreso a su país, pero eso no solivianta sus expectativas ni la tensión. Toca esperar al otro partido para saber el contrincante, analizar cómo han jugado y prepararse en dos o tres días para competir de nuevo. Es una lucha inacabada, conexa, pero inacabada e incompleta.
En cuartos de final el cansancio empieza a pasar factura, los ocho mejores equipos son los únicos que tienen derecho a luchar por un bien mayor, pero siete no lo conseguirán. Las sanciones y las lesiones merman la capacidad de adaptación de los entrenadores y las victorias saben a gloria contenida. Una vez más hay selecciones que toman el avión de regreso, pero los cuatro que quedan tienen más presión y menos resistencia. Hay una parte que se ha quedado por el camino y los jugadores empiezan a sacar fuerzas de donde no había. Algunos han jugado ciento veinte minutos de partido y han sufrido la dolorosa y tensa experiencia de los penales. Un todo o nada a cinco disparos cada equipo. Es un esfuerzo físico y mental que se suma a los de las etapas anteriores y solo cuatro equipos llegan a respirar hondo y festejar con sus aficiones en el estadio, pensando que tienen ahora tres o cuatro días antes de la semifinal, antes de la semigloria, antes de un desafío más, a vida o muerte (deportivamente hablando).
Las dos semifinales ya no coinciden en día. Una después de la otra marcan un antes y un después para los cuatro mejores equipos de la competición que ocurre cada cuatro años. Ya ninguno de ellos se volverá a casa antes de que acabe el torneo, a las cuatro selecciones les quedan dos partidos, aunque dos lucharán por los puestos menos importantes y los otros dos por la gloria.
Ese es el momento del que quiero hablar hoy.
Cuatro o cinco días de tensión. Cuatro o cinco días en los que los futbolistas tratan de concentrarse solo en su físico y en las instrucciones de sus entrenadores. Días en los que las aficiones de los dos países que van a la final nos tratamos con cordialidad y hacemos chistes, bromas, mantenemos una tensa calma cuando hablamos de la final, cuando hablamos del deseo, cuando formulamos esperanzas y dificultades que conlleva ese partido que sucederá el domingo en el que acabará el torneo.
Hay todo tipo de sentimientos encontrados y, si uno lo piensa bien, no deberían ser tan profundos en ningún caso. No se nos va la vida en ello, ni mucho menos. Pero queremos que gane nuestro equipo. Queremos que la bandera nacional flamee orgullosa por encima de las cabezas de todos los espectadores del estadio, por encima de todas las demás por unas horas, por un rato. Cuatro años habrá que esperar para una nueva ilusión y es muy complicado llegar a una final, es un trabajo físico y mental extremo y la suerte a veces también juega un rol que no siempre quiere dejar la fortuna del lado de uno, así que la espera se torna muchas veces intensa y difícil de llevar.
Los que ya contamos unos años hemos vivido más de una, afortunadamente, y debo decir que uno se acostumbra e incluso pone en su lugar las cosas. Es un deporte, es una final, es un juego. Pero aun así y sin quitar la importancia que tienen las cosas importantes de la vida, una final de un mundial de futbol no solo se vive en el partido, se vive también la semana anterior, se vive desde el primer minuto en el que acaba la semifinal.