Conocí a Olver Sacks hace solo unos años cuando por mi cumpleaños un amigo me regaló su libro El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985). He de decir que el campo de la neurología, es decir, aquellas afecciones físicas del cerebro y el sistema nervioso que afectan a la percepción de las cosas y de uno mismo, siempre me ha llamado poderosamente la atención, por lo que disfruté con cada uno de los relatos que componen este ensayo.
Sin embargo, ahí quedó la cosa. Parece que me conformé con eso. Las pasadas navidades el destino, no yo, ha vuelto a poner en mi camino a este famosísimo neurólogo y escritor británico. Los Reyes Magos dejaron en mis calcetines su autobiografía: En movimiento. Una vida (recordemos que Sacks murió tras una larga lucha contra un cáncer el pasado mes de agosto de 2015, noticia que me entristeció bastante…).
En seguida empecé a devorar las páginas de su historia y he de decir que he quedado embelesada por la ternura y honestidad con la que relata los acontecimientos más importantes de su vida: desde su pasión por las motos, los viajes solitarios, el buceo y la natación, las cicádaceas y todo tipo de vegetaciones terrestres y marinas, hasta otros aspectos de su vida que él no había dado a conocer aún, como su homosexualidad –y el rechazo que su madre le mostró al saberlo y lo que le marcó de por vida eso-, su etapa de halterofilia y su coqueteo con las drogas.
Y por supuesto, su trabajo como investigador, aunque más como médico y neurólogo. Pero si hay algo que definía a Sacks… esa era su labor como escritor. Dedicó toda su vida a escribir, mezclando en muchas ocasiones escritos médicos con literarios, escritos personales a modo de diario…. Según cuenta él en su biografía, a lo largo de toda su vida escribió más de 1.000 cuadernos. Escribir era su pasión y a todos los lugares llevaba un papel y un lápiz para anotar.
En el último tercio del libro, siendo ya un reconocido médico neurólogo y divulgador científico en lo relativo a su especialidad, Sacks nos cuenta sus peripecias en el mundo del cine. No, no es que se metiese a actor o a director, lo que ocurrió es que uno de sus libros titulado Despertares, publicado en 1973, fue una fuente de inspiración para cineastas como Penny Marshall, que fue la persona encargada de dirigir el filme que llevaría el mismo nombre que el ensayo literario Despertares (1990).
La cinta de Penny Marshall nos sitúa en el momento en que Sacks llevaba a cabo sus investigaciones con pacientes enfermos de encefalitis letárgica en el hospital Beth Abraham. Esta encefalitis letárgica (también conocida como “enfermedad del sueño”) es una grave patología que deja prácticamente catatónicos (ya que los postra en un estado de trance) a aquellos que la padecen. Se extendió por todo el mundo a principios de la década de 1920 y acabó matando a millones de personas en un breve periodo de tiempo. No obstante, hubo algunos supervivientes que consiguieron recuperarse, pero lamentablemente volvieron a presentar síntomas más de 40 años después. De estos pacientes se encargaría Oliver Sacks probando un -por entonces- nuevo medicamento conocido como L-Dopa. Tras las dudas iniciales, el medicamento, que solo había sido probado con éxito en pacientes con Parkinson, surtió también efecto en los enfermos de encefalitis letárgica: milagrosamente un día comenzaron a ‘despertar’ del estado de suspensión en el que se encontraban, llegando a recuperar no solo sus funciones de movilidad, sino también su intelecto y sus emociones. La alegría solo duró un verano ya que, aún no se sabe muy bien por qué, de igual manera que la L-Dopa empezó a funcionar, dejó de hacerlo en el periodo de unos meses.
La película que relata esta historia se estrenó en 1990 y en ella pudimos ver a un magnífico Robin Williams metido en el papel y en el mundo del doctor Sacks, aunque en la cinta Robin no se llamaría como él sino que se le rebautizaría como doctor Malcolm Sayer. Tal como Oliver reflejó en sus memorias vitales, Robin Williams tenía una capacidad innata para la imitación. Para interpretarle, Williams llevó a cabo una profusa investigación de Sacks en todos los encuentros que tuvieron y supo captar a la perfección todos sus gestos, sus posturas, su manera de andar y de hablar “Me desconcerté al verme en un espejo vivo” – comenta Sacks al recordar la experiencia. Lo cierto es que Williams, que no hace mucho que falleció, era uno de los intérpretes más versátiles que el mundo del cine ha tenido el honor de conocer y el trabajo que llevó a cabo en este filme es digno de mencionar.
Pero si hay otra actuación que supere con creces la de Williams es la del otro gran protagonista de la cinta Despertares. Hablamos ni más ni menos que de Robert De Niro. De Niro da vida en el filme al paciente con encefalitis letárgica Leonard Lowe, sobre el que el doctor Malcolm Sayer comenzará a probar la L-Dopa. Él encarna, con la fidelidad más auténtica, a un enfermo completamente paralizado y sin aparente vida interior. A través de Leonard, De Niro es capaz de mostrarnos, de recrear con espasmosa exactitud, el ‘despertar’ y la ‘vuelta a la catatonia’ de los verdaderos pacientes que Sacks trató en el Beth Abraham. Su interpretación es tan brutal que alguien como yo, que no vivió esos acontecimientos y no conocía nada de esa enfermedad, he podido sentir en mi propia piel la alegría, la ansiedad, la impotencia, el enfado, la cólera y el dolor que De Niro logra transmitir en los múltiples cambios de estado anímico que sufre su personaje.
Sacks definió para el New York Live Arts el modo de trabajar de De Niro con una palabra: observación. Bob (como se refiere Sacks para hablar de De Niro en su biografía) es una persona tímida y retraída, y aun así, consiguió granjearse el cariño de los pacientes del Beth Abraham, al que acudía con regularidad para conformar su personaje. Una de las pacientes comentó “Bob realmente nos observa, trata de ver a través de nosotros; trata de entendernos”.
Sacks, al respecto de la creación de esta cinta, manifestó en su autobiografía la renuncia a hacer de esta película algo ‘suyo’ diciendo que “introduce diversas subtramas completamente inventadas (…) no era mi guión, no era mi película y tampoco estaba en mis manos”. A pesar de ello, el fallecido neurólogo acabó implicándose muchísimo en el proyecto, pasó horas y horas metido en el plató de rodaje, y fue la mejor y mayor fuente de conocimiento y documentación para todo el equipo de la película: enseñó a los actores cómo se sentaban los enfermos de encefalitis letárgica “inmóviles, con la cara impertérrita y sin pestañear, la cabeza un poco echada hacia atrás o inclinada hacia un lado, la boca tendía a permanecer abierta (…)”
En el momento en el que se llevó a cabo la grabación de la película aún quedaba viva una paciente que había ‘despertado’ en los años 60 gracias a Sack. Lillian Tighe, que así se llamaba, no solo asistió a De Niro en el set de filmación, sino que también hizo un pequeño cameo en la cinta. “Fue impactante el momento en el que ella entró. Era como si la ficción se hiciera una misma con la realidad”, contaba en una conferencia el doctor Sacks.
La película resultó nominada a los Oscar por triplicado: a Mejor Película, Mejor Guión adaptado, y Mejor Actor para Robert De Niro.
“Por encima de todo, he sido un ser sintiente, un animal pensante, en este maravilloso planeta y esto, en sí, ha sido un enorme privilegio y una aventura”, escribió en el New York Times pocos meses antes de morir. Y así es. Sacks fue más allá del mero síntoma, de la mera enfermedad. Se implicó al cien por cien con sus pacientes, dedicando toda su vida a mejorar la de los demás. Fue uno de los pioneros en no dejar de lado los antecedentes y la parte más emocional a la hora de establecer un diagnóstico, porque no concebía los padecimientos físicos sin los emocionales. Descansa Sacks, por el resto de la eternidad, porque lo mereces.