El interiorismo debe asumir su emplazamiento. Ha de plantear formas de vida actuales impregnadas con el espíritu y la identidad del entorno donde se inserta. Escuchando cómo habla el lugar, el proyecto moderno se contagia de la sensatez necesaria para construir una realidad que pone de acuerdo las propuestas –incluso las más atrevidas– con la sensibilidad del entorno y se vuelve digerible.
Las decisiones proyectuales, que definen el espacio y prescriben materiales, deben orientarse hacia la comprensión de la percepción del cliente, mejorarla cualitativamente y conseguir que asuma como propio aquello que el diseñador, responsablemente, elabora con perspectiva de futuro.
Proyectar es establecer una comunión sincera e íntima con uno mismo difícil de explicar.
Me parece incontestable que la pulsión de las aspiraciones del usuario debe satisfacerse, de lo contrario ella sola se espabila y surge el espacio vivido sobrepuesto al proyectado, con resultados contrapuestos la mayoría de las veces.
Los formalismos y los decorativismos son subjetivos y sujetos a la moda o al interés del autor. Ignorarlos y dedicarse a resolver los problemas de fondo en estrecha colaboración con el cliente, hablándole de usos, de funciones, de utilidades y muy poco de belleza, además de resolver el proyecto acostumbra a generar forma implicada, belleza coherente y, en consecuencia, la aprobación del cliente.
La arquitectura completa y mejora la naturaleza corrigiendo su insensibilidad. El objeto artificial ayuda a soportar su implacable furia natural y, a más artificio, más bienestar.
El interiorismo elocuente se incorpora sin hacer ruido ni borrar la memoria de lo que existía antes de entrar el –a veces– iluminado diseñador.
El interiorismo en un emplazamiento rural, de campos, montañas y humildes casas de pueblo, conviene que se organice evitando la fastuosidad y aquel destino inevitable que iguala los espacios de todas las partes del mundo. En consecuencia, conviene que el espacio interior de una forma sutil se perciba estrechamente ligado a su entorno natural.
Muchos proyectos pretendidamente modernos no hacen más que cambiar los materiales pero mantienen el enfoque conservador de las formas.
Quien opina responsablemente buscando la originalidad no combate los valores primigenios. Más bien se complace en sentirse continuador de ellos y, si el objeto de opinión es un proyecto arquitectónico, habla de luz, de desmaterialización, de proporción..., de esencias.
La realidad es tozuda. Proyectar ignorándola es como negar la evidencia.
Claro que se debe escuchar al cliente! Pero también se puede dar a entender que los clientes, de diseño, por lo general, no saben ni pizca. Respetando las percepciones del cliente, el diseñador ha de elaborar un proyecto propio abierto a nuevas perspectivas y crítico con los tópicos que el cliente, por desconocimiento, podría acabar imponiendo. Al profesional competente, su compromiso cultural no le permite contribuir a perpetuar la ignorancia del usuario. Claro que… ¿quién decide que un profesional es competente?
A priori, un proyecto de espacio interior debería ser una organización espacial ausente de ornamentos innecesarios, que depende básicamente de un programa de uso funcional.
La física de la obra –su concreción material– siempre determina la expresión arquitectónica, realzándola o disminuyéndola. Pero, sólo cuando se reinventa observando la realidad, sin florituras ni imposturas, adquiere una dimensión espiritual que eleva el estado de ánimo del espectador. Es el impulso hacia arriba de la evolución constante necesario para hacer aportaciones con capacidad de comunicar y conmover.