Where did you sleep last night es el tema con el que Nirvana cerró su aclamado MTV Unplugged in New York. Fue el último álbum que grabó Kurt Cobain, publicado en noviembre de 1994. La canción, sacada de la tradición musical folk americana, sonaría como una premonición al trágico desenlace del líder de la banda de Seattle. El día 5 del mismo mes y año, Raúl González Blanco marcaba su primer gol con el Real Madrid. La memoria no falla. Sacó Buyo en largo para Laudrup, que en banda izquierda cedió el balón en la frontal para que Raúl mandase el cuero a la escuadra. Se lo dedicó a Dani, su compañero canterano, que estaba en el banquillo. Un derbi, Santiago Bernabéu y victoria final 4-2. Nacía una estrella y el comienzo de una leyenda. Meses antes, en abril, Kurt Cobain se había pegado un tiro en la cabeza en su casa de Seattle. La leyenda del grunge se hizo mito para siempre. Dos hechos coetáneos, que residen en la memoria más nostálgica de aquellos que caminábamos sobre el título de la Generación X.
Más allá de la admiración e idolatría que muchos practicábamos entonces, hay imágenes públicas que conectan y ensamblan a la perfección un periodo tan emocionalmente intenso como la juventud. La vida de Raúl, sus hazañas para los pre veinteañeros de 1994, hilvana todos aquellos recuerdos pueriles y cargados de vitalidad, risas, amigos, y exentos de responsabilidades. Además de la inexplicable longitud de algunos pelos de las cejas o el movimiento descontrolado de las tetas al cepillarte los dientes, noticias como el anuncio de la retirada de Raúl González te hacen sentir el paso del tiempo. Nos hacemos mayores y lo sabemos, pero Raúl seguía vestido de corto y eso era un consuelo. Ahora solo nos queda recordar.
En 1992 Raúl se fajaba, como hacíamos muchos, por los campos de tierra de la Comunidad de Madrid. Para todos los que nos dejábamos las pantorrillas en la arena de albero de aquellos campos de Dios, que aquel chico llegara a debutar en el Real Madrid con tu misma edad nos producía una conexión existencial casi mágica. Portada del Marca en la previa de su debut en Zaragoza: Raúl y su padre posan en la puerta de su casa de la colonia Marconi, en San Cristóbal de los Ángeles. Él con el chándal del primer equipo y su padre henchido de orgullo. Costumbrismo futbolístico. La misma estampa de cualquier domingo en los portales de mi barrio. Por entonces ya sonaba el Smells like teen spirit y las chicas imaginaban ser Julia Roberts en Pretty Woman (obviando su ocasional profesión) para que Richard Gere apareciera en sus casas portando un ramo de rosas subido en su limusina.
Desafiando a la historia, Jorge Valdano se sacó de la manga a aquel chaval de 17 años y sentó a toda una leyenda como Butragueño en el banquillo. Cuentan que el argentino quiso comunicarle la titularidad para el partido ante el Zaragoza en privado. Solo le tanteó para ver su reacción ante semejante noticia. “Si quieres ganar, ponme”, le contestó. En el autobús hacia La Romareda, Valdano, con instinto paternal, se acercó a Raúl para tranquilizarle y descubrió que dormía plácidamente. “Supe que estaba ante alguien más que un simple futbolista”, dijo su padre futbolístico años después.
Aquella temporada 94/95 el Madrid ganó la liga y Raúl se confirmó como estrella blanca. Tímido y comedido, Raúl era un chico de barrio obrero de clase media. Producto del estado del bienestar. Una generación acomodada, decían, sin alma. Mañas y Armendáriz le pusieron cara en Historias del Kronen. El futbolista madrileño desafió a los tópicos tirando la puerta del vestuario del Real Madrid. De eso trataba el grunge: hacer ruido y reivindicar un sitio para una generación nueva y distinta a las anteriores. A golpe de goles, Raúl se hacía ese hueco. Mientras, los acordes de Wonderwall o el gallináceo desgarro de Zombie sumaban himnos a la generación perdida. Los Piratas con su Promesas que no valen nada nos servían de bálsamo para aliviar el primer desengaño amoroso. Un ADN que iba tomando forma con iconos como el joven Raúl, del que todos hablábamos entonces como lo hacíamos del efecto Pulp Fiction de Tarantino o gritábamos aquello de “¡corre, Forrest, corre!”.
En el walkman, de camino al instituto, (si, walkman, un chisme sin wifi, ni conexión USB) no faltaba Pearl Jam, Smashing Pumpkins, U2 o algo de El Último. Aquel lunes de enero del 97 no hubo muchos walkman funcionando. Raúl la había liado el fin de semana en el derbi ante el Atlético de Madrid en el Calderón. El madrileño se grabó a fuego el escudo del Madrid para siempre. De los cuatro goles, Raul hizo dos y dio la asistencia de los demás. En la memoria queda, imborrable, aquel baile con Juanma López y el gol sin ángulo posterior, que terminó con paseíllo incluido delante del Frente Atlético. El niño se ponía los galones por primera vez; fue la Liga de Capello, con Suker y Mijatovic completando el tridente de ataque. Trainspotting y Tesis nos ponían las pilas en las pantallas de cine, y si se te olvidaba el walkman en casa, algún colega te dejaba uno de los cascos para escuchar hasta la saciedad La chispa adecuada, o si te arrimabas a alguna amiga ya sabías que alguna de Alejandro Sanz te comías. Ese verano, los jóvenes de entonces aprendimos cuál era nuestra cruzada generacional. El 13 de julio salimos a la calle ante la enorme indignación que nos produjo el asesinato de la banda terrorista ETA al concejal vasco Miguel Ángel Blanco.
Era mayo de 1998, un catedrático de Historia Antigua gruñía en clase: “Toda la noche sin dormir por los pitos de no sé qué de la Champions”, decía con la voz arrugada. Lo que había ocurrido es que el 20 de mayo el Real Madrid al fin conseguía la ansiada séptima Copa de Europa en el Ámsterdam Arena tras una espera de 32 años. Con veinte años, Raúl levantaba su primera Champions y los que ya perdíamos la esperanza de llegar lejos con las botas de tacos nos aferrábamos más a su historia como si fuera la nuestra. En el campus de Filosofía y Letras combatíamos la resaca con la cultura del calimocho y nos veníamos arriba si sonaba Jesucristo García o El roce de tu cuerpo. La noche anterior, quizá en Malasaña o por Bilbao, esta generación ya presumía de algo que le faltó a muchas: primero vimos como Raúl vestía a la diosa Cibeles como reina de Europa por primera vez, y rematamos la afonía gritando el Devil came to me de Dover hasta altas horas.
Pocos días antes de terminar el año, Raúl exponía ante el mundo una de sus grandes virtudes. El delantero siempre supo evolucionar, siempre fue a más cuando parecía que se había visto todo de él. Fue la mañana del aguanís. Nunca entendí ese término que calificaba a aquella obra de arte que se inventó el madrileño en la final de la Copa Intercontinental ante el Vasco de Gama y que dio el triunfo a los merengues. Seedorf desplazó un balón en largo hacía Raúl, que medía su carrera con un jugador brasileño. Ahí empezó la magia. El siete pinchó el balón que venía del cielo, como si de un crupier recogiendo las fichas de la mesa se tratara, amagó al primer defensa, que fue al suelo, y en última instancia un nuevo engaño que tiró a otro y al portero para marcar a placer. Un gol de otra galaxia, que quizá George Lucas hubiera incluido en su recién estrenado Episodio I de Star Wars, o de otra dimensión, y nos lo hubiera contado Neo desde su Matrix. Sencillamente, hacía muchos años que no se disfrutaba de un jugador español a ese nivel.
En la antesala del cambio de siglo, Joaquín Sabina sacaba del bombín su maravilloso 19 días y 500 noches, y dos hermanos de Cornellá daban Estopa, poniendo a la rumba de nuevo en los primeros puestos de las listas de éxitos. Aquella temporada 99/00, un dedo de Raúl se erigió en protagonista del año al mandar callar al Camp Nou tras marcar el empate a dos en partido de Liga. Salió de sus entrañas. Un gesto que quedará en la memoria de los madridistas y la de Raúl como la única nuestra de rebeldía extrafutbolística. Años después dijo que, si pudiera, no lo volvería a hacer. Genio y figura. En aquella temporada los focos volvían a Europa de nuevo. Antes de llegar a su segunda final en dos años, Raúl conquistó otro de los templos del fútbol mundial. Old Trafford se rindió al siete, que marcó dos goles en la victoria por 2-3 para clasificarse a las semis del torneo. Raúl ganaría su segunda Champions en París ante el Valencia. Anotó el tercer tanto de la final, su décimo gol en el campeonato, que le coronó como mejor delantero del continente.
El Ferrari les pasó a todos
“Detrás viene un Ferrari que nos va a pasar a todos”. Así hablaba Fernando Hierro, entonces capitán del Real Madrid, en referencia a Raúl y su progresión. Durante la primera mitad de la veintena el tiempo parece detenerse. Todo se mastica y se disfruta más. Enseguida la cosa se acelera, aunque sea para bien. Con la llegada de Florentino al Madrid se abre el famoso periodo de los galácticos. Figo, Zidane, Beckham y Ronaldo se visten de blanco. Raúl, más maduro, será el referente de este Madrid plagado de estrellas. Se convertirá en una máquina de marcar goles, de ganar títulos y de alcanzar records. En 2002 en Glasgow, el siete conseguiría su tercer título de Champions League, marcando nuevamente en la final. Mientras, el pequeño mundo que nos rodeaba se llenaba de enanos con anillos, triunfitos cantarines y realities. Además, descubrimos que los países árabes nos tenían una tiña importante. En fin, la vida camino de los treinta. Más monótona y previsible. Lo de Raúl era más que previsible. Superó el record de goles como máximo anotador de la Liga española, de la selección y de la historia de la Champions League. Sí, aquel chico de Villaverde. El de la palanca, el que no dejaba que su capote cogiera polvo y que la Diosa Cibeles pasara frío.
Capítulo aparte merece su participación en la selección española. Raúl, que como delantero tenía el don de estar siempre en el momento justo, no tuvo ese feeling vistiendo la roja. Le tocó lidiar con una generación de jugadores que no estaban preparados para afrontar citas tan importantes como un Mundial. La responsabilidad, que nunca evitó, recaía sobre él. Ya se sabe que cuando se trata de la selección la prensa de este país se lleva por delante a quién sea. Solo un detalle; si aquel día ante Corea en cuartos de final del Mundial de 2002 Raúl no está lesionado, ni Al Ghandour ni el asistente, nos echan del torneo.
Son infinitos los partidos que hemos disfrutado del capitán. Jamás vi a nadie dominar el juego como lo hacía él. Para ser el mejor en la élite no hace falta ser el más alto ni el más fuerte, pero sí el más inteligente. El madrileño pensaba un segundo antes que los demás. Era capaz desde la posición de delantero de dominar un partido. Sabía filtrar las 180 pulsaciones en esfuerzo exclusivamente para el beneficio futbolístico. En más de mil partidos nunca fue expulsado. Un jugador total. Atesoraba liderazgo, personalidad, garra, esfuerzo y mucha calidad. Trascendió los propios límites de los colores a un equipo. Era respetado por todos y eso en un ámbito de tanta rivalidad como el fútbol no tiene precio. En 2012, Guardiola dijo: “Raúl es el mejor jugador español de todos los tiempos”. Salió del Madrid por la puerta de atrás, pero con la cabeza muy alta. En dos años en el Schalke 04 retiraron su camiseta. Siguió compitiendo como el primer día, incansable, insaciable y siempre honesto con su profesión. No era el mejor en nada, pero fue el mejor de todos.
El pasado 21 de octubre se cumplía la fecha a la que Marty McFly viajó en el tiempo hasta nuestros días. Los futuribles que nos presentaba Robert Zemeckis en Regreso al Futuro no han cumplido las expectativas. No viajamos por los aires con nuestros coches, ni existe el aeropatín. Lo que sí nos dice el futuro, ya presente, es que no volveremos a ver a Raúl en un terreno de juego. Me gustaba más el pasado. Prefiero cantarme una de Héroes que un reggaetón. Nos hacemos viejos. Perdonen la parcialidad. Soy de Naranjito, de Espinete y muy de Raúl.