Llegamos a la mítica Medellín cuando estaba amaneciendo. Fue un momento muy emocionante. Había niebla y se veían con dificultad los cerros que rodean la ciudad. Nos dirigimos a una calle que es conocida como El Palo. En el primer hotel al que entramos, una recepcionista con pinta de fulana (o puede que fuese una fulana con aspecto de recepcionista) nos preguntó que cuántas horas íbamos a estar. “7 días con sus noches, señora”, respondí. “Ah, pues entonces no, m’ijo”, dijo la mujer mientras sonreía. La mayoría de los hoteles de esta zona son utilizados por prostitutas o por parejas en busca de intimidad.
Dos libros que luego adaptaron al cine pormenorizan lo que fue esta urbe en su época más cruenta: La Virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo, que cuenta la historia de un viejo escritor homosexual que regresa a la ciudad después de más de 30 años y tiene sendas historias de amor con dos jóvenes sicarios. Y Rosario Tijeras, de Jorge Franco, que describe la violencia desde el punto de vista de un niño bien. También se han hecho varios documentales. Por ejemplo La Sierra, que cuenta la historia del Bloque Metro, un grupo de chavales paramilitares que viven en un cerro de la ciudad. El jefe, Edison, tenía 22 años y 6 hijos con 6 mujeres diferentes. Naturalmente, las últimas escenas del documental son las de su entierro. Al principio, uno de los tenderos del barrio se sincera delante de la cámara: “Los de allá matan a los de aquí porque son de aquí. Y los de aquí matan a los de allá porque son de allá. Son muchachos, estamos en manos de muchachos armados”.
El protagonista de La Virgen de los sicarios afirma que Medellín recibe su nombre de “un porquero extremeño”. En los 70 empezó a ser conocida como Medallo. Y en los 80, cuando se desató la época de mayor violencia, como Metrallo.
Probablemente esta fue durante más de 10 años la ciudad más insegura y peligrosa del mundo. El rey tácito era Pablo Escobar, jefe del cartel de Medellín y rival del de Cali. Durante años, Escobar pagaba entre uno y dos millones de pesos (entre 400 y 800 euros) al que asesinase a un policía (los odiaba porque uno de ellos había matado a su hermano). En los cerros de Santo Domingo o San Antonio se celebraba con fuegos artificiales cuando un cargamento de cocaína era introducido en los Estados Unidos.
La situación durante los 80 y 90 era tal que, el día que llegamos, vimos en Caracol Televisión a un político local definir a Medellín como “la nueva Jerusalén”. Afirmó que habían sufrido la violencia de la guerrilla, de los grupos de autodefensa, de los paramilitares y de grupúsculos de limpieza social (que asesinaban impunemente a los niños de la calle, igual que sucedió en una época en Brasil); terremotos, incendios, avalanchas de tierra, y que nada había conseguido acabar con ella.
La palabra que se usa para llamar a los amigos es parcero (curiosamente es una palabra portuguesa que significa amigo). Para mí es algo así como el símbolo de la ciudad. Los paisas se saludan con un “¿qué más?”, un “¿bueno, pues qué hubo, pues?”, o un “¿pues bien o qué, parcero?” (esta última fórmula la estuve repitiendo durante días para ver si conseguía coger el acento. No hubo manera).
En Colombia, el mapa de las ciudades se distribuye en calles y carreras (unas corren perpendiculares a las otras). La peor sin duda era la calle 54, llena de grillas (putas) mal pintadas y vestidas con grotesca decisión; jíbaros (camellos de droga), en las esquinas; travestis que hablaban en grupos; y gamines (niños de la calle) vestidos con harapos que inhalaban cola de unas bolsitas negras y que estaban absolutamente idos.
Por el centro, cerca del parque Bolívar, había una fila de limpiabotas, un tipo que tenía un tenderete con un ordenador y hacía fotocopias, los que escribían cartas con su máquina de escribir, otros que medían la tensión por unos pesitos, muchos carteles que ofrecían la llamada a celular por 300, 400 o 500 pesos el minuto y clubs de billar (muy populares en la ciudad).
Medellín también podría ser conocida como “la ciudad Botero”. El famoso escultor nació aquí y la ha donado más de 30 de sus esculturas. Además, también cedió al Museo de Antioquía su colección de arte. Una de sus esculturas, situada en la Plaza de San Francisco, “Los pájaros de la paz”, fue el lugar donde en el 96 la guerrilla colocó una bomba que mató a más de 15 personas. La escultura, medio destrozada, fue devuelta a su lugar después del atentado como símbolo contra la barbarie.
Caminábamos, disfrutando del colorido estrafalario de los autobuses locales de las compañías Estrella de Medellín, Castilla o Santa Rosa; asustándonos con el ruido de las palmas con las que los dependientes atraen la atención hacia sus tiendas; esquivando a los borrachos que yacían inconscientes en el suelo (la mayoría son desplazados del campo que no encontraron suerte en la ciudad); bebiendo bolsitas de 300 ml de agua cuando apretaba el calor; resguardándonos en alguna salsamentaría (el nombre que reciben los “estancos”) cuando llovía; extrañados por la cantidad de talleres de reparación de coches y tiendas naturistas que veíamos y por los carteles luminosos de algunas farmacias: “Drogas baratas” o “Drogas La Rebaja”; loleando (preguntando sin intención de comprar) con un chico que vendían cedés piratas en la calle; comiendo tamales y bandejas paisas -un plato con diferentes carnes- o fruta en los innumerables puestos callejeros.
En Medallo todos parecen esperar algo. Es una ciudad brava, en la que si bien no domina la violencia de otros años, tampoco se ven turistas. La ventaja era que los malandros (maleantes) se quedaban tan sorprendidos de vernos que cuando se daban cuenta estábamos fuera de su punto de mira. En una semana vimos sólo tres extranjeros más: dos chicos australianos en la Zona Rosa, el área pija que está entre las calles 4 y 6, y otro muchacho en la estación de autobuses que llevaba colgando de su mochila ¿dos botas de agua?, y que parecía bastante desubicado.
Por el centro de la ciudad se estaba desarrollando una campaña publicitaria bajo el lema: “Porque uno nunca sabe”, que recomendaba el uso del preservativo. De hecho, había decenas de voluntarios repartiendo condones entre la gente.
Cuando fuimos a la estación a preguntar por los precios de los autobuses que subían hasta la costa caribeña nos quedamos de piedra. Como es la época navideña, están por las nubes. “Si quieren encontrar algo más económico vayan a preguntar en una compañía que se llama Unitransco, allí dejan viajar hasta a los guerrilleros”, nos recomendó uno de esos personajes gordos y descuidados que pululan por las estaciones latinoamericanas.
Paramos en una de las numerosas casas de apuestas que hay por toda la ciudad. Hay varias loterías diarias (La Vallenata, La Paisa, La Bolívar, La Caribeña). Cada boleto tiene un número con cuatro cifras, y si apuestas, pongamos, 1 euro, y tu número es el premiado, te llevas unos 4.000.
Un día subimos al cerro Nutibara para ver la ciudad desde arriba: el aeropuerto para vuelos nacionales, los edificios del centro, los cerros, el río. Nos sorprendió la cantidad de bloques color ladrillo de más de 10 pisos construidos en las empinadas laderas que rodean la urbe.
Como en toda Colombia, en todos los comercios y establecimientos públicos la expresión más utilizada es “a la orden”. Tanto que esta frase es a los colombianos lo que “su tabaco, gracias” a las máquinas expendedoras de tabaco. Un día, después de comer en el restaurante Berlín, y cuando nos íbamos, le comentamos al dueño lo que nos había gustado la decoración del local. “A la orden, a la orden, a la orden”, fue su respuesta y su despedida. Por si no nos habíamos enterado.
Por las noches solíamos ir a la Avenida de la Playa, una de las vías más transitadas de Medellín. Durante las fiestas y los días posteriores, una parte de la calle se cortaba al tráfico y se llenaba de gente y de puestos ambulantes con pizza, arepas (una masa hecha con maíz), pinchos morunos, cerveza, tripas fritas… En las aceras había muchos voluntarios con una camiseta de la municipalidad de Medellín. Parecía como si después de tantos años de muerte y violencia, y de que la ciudad fuese una enemiga para sus propios habitantes, el ayuntamiento estuviese intentando recuperar las calles para la gente.
De los karaokes salía la voz de la Pantoja. “Está vacunado”, gritaba un muchacho que caminaba por la acera cercana al supermercado Éxito mientras intentaba vender sus perros de peluche. La plazuela del Periodista es una de las zonas nocturnas más animadas de la ciudad, hay locales de salsa y en las aceras beben sentados los “punkeros” de la ciudad. Compartimos una cerveza con una lesbiana borracha de whisky (los colombianos lo beben solo y con hielo) que hacía muecas de cabreo mientras observaba como su acompañante flirteaba con el camarero.
Otro de los grandes atractivos del Medellín en esta época son las luces navideñas. No hay duda que son las mejores de Latinoamérica. Hay un equipo que trabaja los 12 meses para diseñar las figuras que cambian cada año. Son tan creativas y espectaculares que cuando se apagan en Medellín, allá por el 15 de enero, son vendidas a otras ciudades de Suramérica. Primero fuimos a la Avenida de la Playa, pero la noche que nos sentimos como si tuviésemos 7 años fue cerca del río. Había una zona con marcianos y ovnis, una ballena sonriendo, un barco con forma de dragón, dinosaurios, una tarta gigante, un paracaidista que se había quedado enganchado en una farola, un helicóptero, un iglú, todo tipo de animales, incluidos unos colibríes que por efecto de las luces parecían volar, un Papá Noel montado en un trineo tirado por renos, varios Pinochos en fila…