En un reciente congreso en España sobre la necesidad de una nueva educación, se planteó que ésta debería ser “desde la vida y para la vida”, y pienso que la transposición de la frase al ámbito de la economía no solo sea válida, sino que al tomarla por título me resultará inspiradora.
Es obvio que el orden económico que impera en el mundo no sirve a la vida, y se puede argüir que tampoco “procede de la vida” si por ello entendemos que constituya la expresión de la verdadera “naturaleza humana”. Pero he debido insertar el término “verdadera” en la frase anterior, ya que tal vez la mayoría de las personas insistirá en que nuestra economía es precisamente la expresión de esa “naturaleza humana” tan problemática que llevó a Hobbes a afirmar que los humanos somos respecto a los humanos como lobos.
Digamos, entonces, que hay la naturaleza humana en su condición sana y virtuosa o superior, y la naturaleza humana pervertida, caracterizada por sus “bajas pasiones”. Solo que la condición superior de la naturaleza humana nos es conocida principalmente a través de individuos aislados que han hecho un esfuerzo por elevarse por sobre la condición ordinaria de la humanidad, en tanto que nuestra cultura, con sus instituciones, formas de vida y opiniones dominantes, no solo constituye la expresión de una mentalidad aberrante, sino que en cierto modo ciega; solo que, a semejanza de los psicóticos que se creen normales, nuestra civilización misma ha desconocido a través de la historia su condición aberrante y disfuncional.
Es esto lo que afirmaba el famoso mito de la caída en la tradición Judeo-cristiana —también presente en otras culturas como aquellas de la India, Grecia y México precolombino. Podemos decodificar la implícita metáfora de tal “caída” diciendo que lo que tales tradiciones quieren comunicar es una progresiva degradación de la consciencia humana a través de la historia. Hemos perdido, según esta visión, nuestra virtud, cayendo en “el pecado”. Y hemos perdido también nuestra sabiduría, volviéndonos “ignorantes” de nuestra verdadera circunstancia y confusión, de modo que deberíamos interesarnos por recuperar nuestra consciencia misma, que ha caído en una especie de sueño que genera pesadillas, tanto individuales como colectivas.
Así pensaban los antiguos antes de que la visión darwiniana de la evolución biológica de las especies viniese a servirle durante la era industrial de argumento a la nueva doctrina del progreso tecnológico, que nos reconfortó hasta que, de pronto, nos encontramos ante la actual crisis, que al comienzo nos pareció solo financiera, luego económica, ecológica, etc., hasta que últimamente se ha llegado a cuestionar hasta la sostenibilidad de lo que hemos llamado nuestra civilización.
Pero así como el individuo solo puede conocer plenamente su condición aberrada después de un despertar de su conciencia que a su vez requiere de un proceso de transformación, también en la esfera socio-cultural y en la de nuestra economía solo tenemos una imperfecta percepción de nuestra aberración colectiva, y menos podemos entrever nuestra condición potencial de salud colectiva —lo que hace que el tema que he elegido pueda parecer aún más cuestionable que una simple utopía.
Pero ¿acaso no se pueden decir algunas cosas acerca de una economía que fuese coherente con la salud de nuestra vida emocional y de nuestras relaciones? Como primer paso hacia ello, me propongo examinar una tesis hasta ahora no considerada en las publicaciones de los expertos —a saber: que aquello que a través de la historia hemos simplemente interpretado como “el mal” o “la injusticia” ha resultado del desequilibro del poder entre el padre, la madre y el hijo en la familia nuclear. Fue instituido este desequilibrio en todos los pueblos civilizados, y en la ley romana vino a formularse como la institución del paterfamilias, según la cual tanto la mujer como los hijos son propiedad del hombre, al que deben completa obediencia.
Naturalmente, la subordinación de las mujeres a los hombres en sus familias ha tenido su eco colectivo en la opresión y explotación generalizada de las mujeres en la esfera económica, su desvaloración en la esfera cultural y su casi expulsión de la vida política y religiosa, de modo que lo que conocemos como “la historia de la civilización” ha sido hasta muy recientemente la historia de una sociedad gobernada por hombres y orientada según valores guerreros y comerciales, que han llevado al descuido de los valores maternos o empáticos que se orientan a la vida y a la comunidad.
Desde que Bachofen descubrió a fines del siglo pasado la existencia de culturas “matrísticas” (como ahora las llamamos) antes del establecimiento del dominio patriarcal en la sociedad, algunos antropólogos, arqueólogos y estudiosos de la mitología han interpretado la transición desde un mundo matrístico a un mundo patrístico como una de las etapas de esa mítica caída de la especie humana desde una condición arcaica más satisfactoria; pero en vista de que difícilmente se puede pensar en una reconstitución convincente de la prehistoria, conviene que al hablar del orden patriarcal y de sus inconvenientes no nos apoyemos tanto en datos históricos sino simplemente en el análisis del presente, en que el predominio del espíritu paterno sobre el materno en nosotros es evidente por el hecho de que vivimos en una sociedad mínimamente solidaria, en la que la competencia predomina sobre la colaboración, la agresión sobre el afecto y el individualismo sobre el interés en el bien común.
Además de este predominio de los aspectos “masculinos” sobre los correspondientes aspectos “femeninos”, es omnipresente también en la vida civilizada el carácter represivo de la sociedad, que opera como si el proceso civilizador se definiese implícitamente como uno de control racional sobre la espontaneidad infantil y animal.
He justamente llamado “mente patriarcal” a aquella en que se dan al mismo tiempo un eclipse sistemático del aspecto materno o empático de nuestra mente y el aplastamiento de lo que podríamos llamar “el niño interior” en nosotros, con la espontaneidad inocente de sus deseos y la búsqueda del placer de su satisfacción; y me propongo ahora explorar qué puede decirnos de nuestra vida económica el análisis que vengo de esbozar.