Las olas, que antes movían agua y escupían espuma, salpican ahora sangre y arrastran niños muertos. La imagen de Aylan Kurdi, un niño sirio de tres años cuyo cadáver apareció en las orillas del mar de Turquía, conmovió al mundo. La terrible y triste foto del pequeño ahogado dio la vuelta al planeta millones, billones, trillones de veces en un par de días. Todos lloramos la muerte de Aylan a través de las redes y nos interesamos, con ese morbo característico que nos infundan los dramas televisados, por el mercadillo mediático que se creó en torno al niño muerto. Lo mismo da, en esta sociedad madura y solidaria, que sea un niño, que un perro, que un león. Todos lloramos por las causas injustas (y mediáticas) del mundo.
El problema con Aylan es que no solo fue él. Aunque solo se hable de él, murieron también su madre y su hermano. Y como la familia de Aylan, otras tantas familias sirias obligadas a huir desde que, hace más de cuatro años, su país se viese sumido en una guerra cuyos culpables están lejos, muy lejos de Siria. Más cerca de donde tratan de llegar los que huyen que de donde escapan. Son más de 200.000 personas las que han muerto en estos años. La mitad (o más) civiles y más de 10.000 menores. No es solo Aylan, lo terrible es que es un país entero el que huye de una guerra que no es suya.
Arrancados de sus casas, convertidas en ruinas; sacados de sus colegios, reducidos a escombros; alejados de sus trabajos; arrebatados de su mundo. Extirpados de sus vidas sin ni siquiera preguntar. Forzados a emigrar. Obligados a huir para intentar salvar lo poco que queda de aliento. Presionados a dedicar sus últimas gotas de oxígeno a las profundidades marinas que amenazan con ahogar sus quebrados y cansados llantos. Mar que persuade con asfixiar su sufrimiento, junto a su hálito, para siempre.
Huyen de una muerte segura dirigiéndose irremediablemente a un perecer evitable. Huyen de la violencia que asola su país, su tierra, su vida. Huyen en busca de un refugio que les mantenga alejados de las bombas, del fuego, de la sangre. Huyen porque no tienen otra opción. Escapan porque unos cuantos, lejanos y acomodados en sillones de terciopelo, tienen oscuros y subterráneos intereses en el suelo que antes pisaban sus pies. Esos pies que ahora corren, desesperados. Desertan lanzándose al vacío inmenso del agua. Abandonan, tratando de llegar a un lugar seguro. Huyen. Huyen. Huyen. Huyen para llegar a un refugio hostil.
Aparecen, aquellos que logran sobrevivir al mar, a orillas selladas con muros. Arriban, los que no han sido víctimas del océano, a franquear la infinita altura de sucesivas vallas. Llegan, los que aún viven, allí donde no se les quiere. Atracan sus inestables barcas en un refugio hostil. Europa, la vieja y gorda Europa. La lenta e inútil Europa. Asesina silenciosa, asilo cruel para quienes llegan extenuados. Con su largo y perverso dedo índice levanta afiladas alambradas, finge buscar una solución que no quiere encontrar, distribuye los “cupos” de personas que cada país de la Unión ha de acoger, veta la entrada de los ciudadanos cuyo país ha sido penetrado sin permiso.
Europa, como el tío Sam o los ricos de Oriente, puede violar pero no ser violada. El viejo continente se convierte en un infierno para los necesitados. La abuela del mundo no quiere asumir las consecuencias de sus violentos actos de juventud. Europa es un refugio hostil para aquellos que solo tienen hambre, frío y miedo.
Las olas del mar ya no mueven agua. Ahora arrastran muertos y salpican sangre siria. El mar ya no solo lleva agua. Trae niños, mujeres y hombres muertos a este refugio hostil.