El paso a los nuevos tiempos ha llevado consigo una serie de avances en todos los sentidos: las plagas y enfermedades que asolaron ciudades, dejando terrible estampa a su paso, han sido erradicadas para pasar a formar parte de un recuerdo remoto de la historia. Los avances tecnológicos han sido más de lo que el hombre hubiera podido nunca imaginar. El mundo ya no es un lugar hostil, la vida se ha vuelto tan fácil que nos hemos visto obligados a crear nuevas necesidades para darle más emoción a nuestra existencia.
A la cabeza se encuentra Japón, con una de las sociedades industriales más prósperas del mundo, líder en creación de tecnología punta y comunicaciones, y modelo de población civilizada. Supone una de las grandes potencias económicas mundiales y su elaborado sistema educativo lo convierte, además, en uno de los pueblos con mayor nivel cultural. Todo esto, a cambio de estar inmersos en una sociedad altamente competitiva en la que es preciso dejar a un lado la propia individualidad.
El nivel de exigencia es elevado desde los primeros años en la vida escolar de un niño, llegando a existir guarderías afiliadas a prestigiosas universidades. El paso por cada ciclo educativo implica la superación de una prueba de nivel que será lo que determine el acceso o no a según qué centro. Por este motivo, desde la más temprana infancia acuden a la juku, academia en la que son preparados para superar este tipo de exámenes, ocupando así la mayor parte de su tiempo con actividades lectivas.
Se trata de una sociedad avanzada, pero también autodestructiva, a la que no todos se adaptan. La dedicación absoluta al trabajo no solo implica dejar de lado a la familia y a uno mismo, sino que está dando lugar al fenómeno llamado karōsi, es decir, muerte por exceso de trabajo, que en los últimos diez años ha adquirido cada vez mayor preocupación. La tasa de suicidios se encuentra entre las más altas del mundo (abocados por el desempleo, la depresión y las presiones sociales), siendo el principal motivo de muerte en hombres entre los 20 y los 44 años (es tan habitual que no nos sorprende encontrar a menudo referencias en autores como Murakami). Otra de las consecuencias de esta forma de vida son los hikikomoris.
Estos son jóvenes y adolescentes que, abrumados por la presión a la que se ven sometidos, toman la decisión de encerrarse en su habitación para no salir de ella durante períodos que pueden llegar a convertirse en años. Dicho fenómeno cada vez es más frecuente, aventurando cifras cercanas al millón de personas. Para las familias se convierte en un hecho vergonzoso que les lleva a querer ocultarlo (de ahí que se desconozcan las verdaderas cifras y que tarden tanto en buscar ayuda psicológica).
El término japonés hikikomori significa, literalmente, apartarse, estar recluido, que traducido a una terminología occidental sería algo parecido a sufrir una fobia social. El psicólogo Tamaki Saitō, uno de los profesionales más conocedores de este colectivo, define al hikikomori como "una persona que, sin presentar ningún tipo de síntoma psicótico, se mantiene en un estado de aislamiento continuado durante más de seis meses en los que no entabla ningún tipo de relación interpersonal con nadie, aparte de su familia".
Estos chicos suelen dormir durante el día y pasan la noche viendo la televisión, conectados a internet o juagando a videojuegos (el único contacto que mantienen con el mundo de fuera). Son más varones que mujeres, de una media de edad de veintiséis años, que comienzan a sentir la apatía hacia el exterior durante la escolarización obligatoria.
Habitualmente las familias mantienen este comportamiento antisocial del hijo por miedo a que la situación se dé a conocer. Hasta que se sienten tan desbordados que se arman de valor para pedir ayuda.
Existen dos tipos de tratamiento: la socialización, que consiste en obligar al joven a salir del entorno protegido e interactuar con un grupo de personas elegidas para tal fin; y el psicológico, que aboga por la idea de proporcionar un tipo de apoyo menos invasivo, desde un medio hospitalario o incluso en la propia vivienda.
Cuando el joven logre al fin dejar atrás el encierro al que voluntariamente se vio sometido, deberá enfrentarse a las dificultades de haber perdido habilidades sociales, años de estudio, amistades y, además, llevar consigo la vergüenza de haber sido un hikikomori y el temor a ser descubierto. Estos no son más que los efectos secundarios de una sociedad avanzada sumamente estricta, que aspira a la perfección y devora a todo aquel que se quede fuera.