La humedad y el calor provocaban que la ropa se me pegara a mi cuerpo febril y sudoroso. La noche era traicionera y el Mississippi me guardaba las espaldas. No sabía cómo había llegado allí, pero mi travesía era específica. Tenía que entregar una pequeña caja de madera roja y seguir mi camino al siguiente destino, ese había sido el trato, pero por ahora más explicaciones no puedo dar.
Llegué hasta el barrio francés de Nouvelle-Orleans, las sensaciones en el ambiente se apoderaban de mí, como miles de espíritus que me atravesaban provenientes de lo más profundo del bayou.
Seguí mi caminata como un fantasma en busca de las puertas del cielo, con un desespero incontrolable. El olor a pimienta del jambalaya hacía que mis ojos ardieran, sin embargo los comensales lo engullían en un éxtasis demencial, estaban en un trance, bajo un hechizo inexplicable de la ciudad, atrapados en bailes de collares coloridos y fuegos artificiales que iluminaban el cielo azul profundo. La música y líquidos intóxicantes se deslizaban por las aceras cegando la razón, deteniendo el tiempo y ahogando las penas.
La magia estaba en las calles y muchos susurraban a mis oídos historias de vampiros y de hombres lobos que merodeaban la ciudad, aunque mi corazón palpitaba por la intriga y la curiosidad, no quería hacer caso o, mejor dicho, no debía hacer caso, mi misión era otra en ese lugar y la melodiosa voz de Louis Amstrong me ayudó a continuar.
Por fin llegue a la casa de esta mujer misteriosa llamada Marie. Era una bruja, lo sabia sin necesitar que me lo dijera. Ella me miró con los ojos de mil demonios y con una sonrisa casi angelical ofreciéndome su mano. Sin dudar se la tomé y le entregue la pequeña caja que por alguna razón me hacía temblar.
Me dijo: "Dejad que los buenos momentos duren" mientras me entregaba una nota en un papel de seda azul.
Salí de allí con mi mente algo nublada y confundida, sin saber diferenciar si esa mujer era real o una aparición de mi mente enloquecida; pero un extraño sentimiento de no querer dejar jamás esa ciudad ya de mí se había apoderado.
Finalmente, llegué al barco que me llevaría a través del delta a mi próxima parada y con esa nota en la mano me daba miedo descubrirla.
Quería soñar que una parte de mi alma se quedaba prisionera en sus calles y danzaba al ritmo del jazz.
Mientras tanto el gran río me arrastraba con mi destino, un lugar desconocido pero muy cerca del mar.