Aparte de que parecen desestimar o deliberadamente ocultar los economistas en su ciencia la omnipresencia de la autoridad de los poderosos y la correspondiente fe de las personas en las autoridades, para nada toman tampoco en cuenta ellos la medida en que es igualmente esencial a nuestro actual orden económico la conformidad—acerca de la cual quiero ofrecer aquí algunas reflexiones.
Si entendemos la conformidad como la tendencia de las persona a pensar, sentir y actuar como sus vecinos o como las mayorías, nos vemos ante un fenómeno de naturaleza semejante a la fe de los niños en sus padres. Pareciera que la naturaleza nos hubiese programado para la piedad filial, solo que, ante la realidad omnipresente de la mala autoridad en la sociedad patriarcal, se suele convertir nuestra fe original en toda clase de creencias neuróticas que contribuyen a alejarnos de nuestra propia realidad. De manera semejante, pareciera que nos hubiese programado la naturaleza para creer que “vox populi vox dei”; y hasta cierto punto es verdad que cuando se forman grupos suficientemente íntimos ciertas cosas verdaderas salen a luz más fácilmente, cosa que les da a tales reuniones, al ofrecerle al individuo modos de ver alternativos a sus prejuicios u opiniones bizarras, cierto poder sanador. Pero también es cierto que la tendencia de las personas a pasar por alto sus propios juicios, en un implícito supuesto de que quienes lo rodean ven mejor, constituye una fuerza potencialmente enajenante.
Un ejemplo de ello lo plantearon los experimentos de Solomon Asch en la década del 50, en que invitaba a sus sujetos experimentales a juzgar las características objetivas de ciertas imágenes tales como la longitud de una línea respecto a otra, o si un par de líneas eran o no paralelas. Se incluía a los sujetos experimentales secretamente, sin embargo, en grupos especialmente preparados en que el resto de las personas presentes seguían la consigna de dar respuestas equivocadas, y se pudo comprobar que estas respuestas deliberadamente erradas influenciaban las de los sujetos ingenuos, y a través de estos experimentos pudo establecer Asch el concepto de “independencia de juicio”. Pudo, también, observar que es esta una cualidad escasa.
En tiempos más recientes Philip Zimbardo observó la conducta de personas que acompañaban a un experimentador que, por su parte, cumplía con la consigna (secreta) de administrarle shocks eléctricos de creciente intensidad a un sujeto experimental en una sala adjunta, y pudo observar que la tendencia de las personas a aceptar como normal lo que ocurría llegaba en la mayoría de los casos a ponerlas en la posición de cómplices de una tortura.
En ambos experimentos – el antiguo y el nuevo-- entraba en juego la independencia de juicio; pero en tanto que el contexto pudiera decirse indiferente en el primero, en el segundo, como en nuestra compleja realidad, se puede apreciar que la tendencia de las personas a dejarse llevar por la conducta ajena y/o por una excesiva pasividad tiene fuertes consecuencias éticas.
En un tercer experimento realizado en la universidad de Stanford, se invitó a los sujetos experimentales a adoptar alternativamente los roles de policías o de presos, se los alojó en celdas semejantes a las de las prisiones y se los proveyó de las ropas correspondientes. También, en el caso de los guardias, de garrotes. Para sorpresa de los mismo experimentadores, la investigación resultó en un inusitado nivel de violencia, en el que colaboraron tan bien los supuestos policías o guardianes con el papel que se les había asignado que ello sugiere que no solo la conformidad haya sido un factor, sino la oportunidad que el rol policial sirviese de excusa para la expresión de un potencial sádico ignorado. Ha narrado detalladamente este experimento Zimbardo en un libro llamado El efecto Lucifer y aunque, como ya he observado, no se trate solamente de conformidad en este caso, me parece de interés ello mismo porque sugiere que en diversos actos destructivos que comúnmente percibimos o interpretamos como simple “conformidad” entre en juego un elemento de proyección irresponsable de la destructividad latente de las personas.
Es la conformidad la fuerza psicológica a través de la cual se nutre la estabilidad del orden establecido o status quo y podríamos compararla a lo que es la inercia en la física; por ello, si quisiéramos cambiar nuestro sistema político o económico, no solo tendríamos que enfrentarnos a los intereses personales o grupales de aquellos a quienes conviene que estos no cambien, sino que deberíamos tomar en cuenta algo semejante a lo que ocurre cuando un gran trasatlántico se acerca a su puerto de destino. Una pequeña embarcación podría virar rápidamente de rumbo, pero no se puede esperar de una gran nave que cambie el ángulo de su navegación en poco tiempo. Análogamente, nuestro orden económico nos impresiona como suficientemente disfuncional como para que queramos introducir un cambio de rumbo, pero a la hora de introducir tal cambio debemos tomar en consideración las fuerzas de la conformidad, que, como las de la inercia, parecen pedir la continuación del rumbo conocido.
Pudiera parecernos menos maligna la conformidad que la pasión de mandar, que secretamente sirve a los propios intereses o al ejercicio de una voluntad cuestionable, pero naturalmente la conformidad en la sociedad patriarcal no es otra que la conformidad con todo lo que el orden patriarcal conlleva. Además, tanto la conducta de las masas como aquella de los grupos de personas poderosas sugiere (como el experimento con “presos” y “guardianes”) que la potencial malignidad de la conformidad corra a parejas no solo con su tamaño de un grupo sino que con el prestigio y poder de sus integrantes, y nada lo sugiere tan fuertemente como la circunstancia que motivó a Daniel Ellsberg a escribir The Pentagon Papers—un fragmento de la historia en que, durante la presidencia de Nixon, estuvieron los Estados Unidos muy cerca de destruir a millones de europeos en un plan de ataque preventivo durante la guerra fría. Con gran sorpresa descubrió Ellsberg que quienes habían acordado tal ataque (“preemptive strike”) no habían sido monstruos malignos, sino amigos suyos con quienes solía reunirse a tomar té. ¿Pero cómo? Tal vez debido a lo mismo por lo cual Cicerón observaba que cada senador romano era un sabio pero el senado en su conjunto se comportaba como un idiota. Y es que la conformidad hace que al estar en medio de un gran número de personas importantes, sea aún mayor nuestra disposición a la conformidad que en medio de personas ordinarias.
¿No será que lo que observó Ellsberg respecto al Estado Mayor de Nixon puede ser un factor importante en la destructividad consensuada de los miembros de nuestra actual oligarquía plutocrática?