Esas piezas de tela –dejemos el papel y su industria para otra serie de usos, más o menos nobles– que cumplen la práctica función, bien de cubrir la mesa de comer, bien de ser utilizadas por el comensal para limpiarse en la propia mesa, y que se han dado en llamar, respectivamente, manteles y servilletas (término proveniente del francés serviette), también se podrían haber denominado paño, trapo o toalleta aunque, la verdad, probablemente entonces habrían perdido parte de su magia como objetos de culto de la buena mesa. Y es que, precisamente, ese atractivo y distinguido porte que diferencia a las mejores mantelerías ha supuesto siempre un indicio de la fuerza, a veces opulencia, de una sociedad, o, incluso, de la disimilitud a nivel psicológico de un estrato social respecto de otro.
En cualquier caso, en los orígenes, donde siempre es más difícil encontrar todo este tipo de diferencias, no existían manteles ni servilletas. Los comensales, que entonces seguramente tendrían poco de convidados, se limpiaban las manos con migas de pan, que una vez impregnadas de grasa acababan convirtiéndose en una suerte de servilleta de usar y tirar, e incluso en pienso improvisado para perros. En el lejano Oriente, este prototípico y distinguido artilugio era reemplazado por la melena de los jóvenes esclavos. No tenemos noticias de que, una vez usados, estos jóvenes fueran utilizados como alimento para animales, pero tampoco nos atrevemos a asegurarlo.
La introducción definitiva del uso de manteles de lino bordados, paños de lana fina, incluso seda, viene con Roma, se va con la caída del Imperio y no reaparece hasta la era de la Europa regia y principesca del siglo XIII. Y, en cuanto a las servilletas, debemos esperar a la Florencia renacentista y al ingenio creativo de Leonardo da Vinci quien, herida su sensibilidad ante la contemplación del estado de desorden de la sala de banquetes de su señor Ludovico tras los festines allí acaecidos, “más parecida a los despojos de un campo de batalla que a ninguna otra cosa”, consideró prioritario buscar una alternativa a los manteles sucios, para lo que se le ocurrió que a cada invitado se le diera su propio paño, que “después de ensuciado por sus manos y su cuchillo, podrá plegar para de esta manera no profanar la apariencia de la mesa con su suciedad”. En fin, que en periodos venideros al final eran los pajes los que tenían que pasar estas toallas a los comensales después de que estos se lavaran las manos con agua de rosas; una costumbre que va refinándose de forma gradual hasta los siglos XVII y XVIII, que es cuando se produce el auge definitivo de manteles y servilletas.
A Francia hay que concederle un debido y meritorio protagonismo en esta época; es más, el soberano Luis XV firmó un decreto en 1759 que permitió la transformación de una emergente artesanía de Alsacia en una prestigiosa industria real. Lienzos adamascados, con vainicos y alemaniscos, así como servilletas almidonadas, eran los ejemplares más apreciados por las cortes europeas; y entre ellas la española que, hasta la llegada de los Borbones, se abastecía de mantelerías producidas en los Países Bajos, eso sí, a considerables precios. De todos modos, a principios del siglo XVIII, Felipe V impulsó la fábrica de lienzos en La Coruña, y, posteriormente, en el XIX, ya se pueden citar como proveedores oficiales de la Casa Real a comercios como Casa de Castillo y Primos, Casa de Prada, Sucesores de Bárcenas, de la calle Mayor de Madrid, Lucas de Ocharán y a la Vda. de Navarro e hijos, de la calle del Carmen, también de Madrid (antigua Casa de Margarit y Navarro).
Damasco, lino, organdí, encajes, solemnes telas de brocados, sedas y tejidos artesanales de Brujas, Alezón, París… son los materiales más finos y apreciados para su confección y expresan el desarrollo de una artesanía e industria que redunda en la demostración de que la mantelería ha sido, tradicionalmente, un bien preciado y costoso, motivo de orgullo y expresión de poderío. Sin embargo, en la actualidad, aun sin renunciar a su atractiva y seductora naturaleza, e incluso a sus altos precios en el caso de ser piezas realizadas artesanalmente y a mano, su estandarización la ha convertido en un favor mucho más asequible. De todos modos, hay que reconocer el legado de un carácter distintivo en su uso, habitualmente reservado a ocasiones especiales. Por ello, hay que agradecerlo como elemento enriquecedor de nuestra cultura, materializado en la formalización de una serie de normas protocolarias que van desde la elección de la mantelería hasta el doblado de las servilletas o el estirado de los manteles.
Para la elección del mantel, de calidad –se entiende (colocarlo al trasluz y comprobar que no tiene nudos ni hilos corridos)– para una mesa, formal o elegante –se sobreentiende–, en primer lugar hay que contemplar su conjunción con vajilla, mejor de porcelana, cristalería, a ser posible transparente, y mobiliario. De mayor a menor índice de formalidad, por clasificarlo de alguna manera, el mantel debe ser de color blanco o en su defecto beige o de tonos crudos, ya que de esta manera se acentúan los elementos que se posan sobre él, principalmente el plato y la comida, que es lo que realmente debe ser enaltecido. Los colorines y estampados, mejor para desayunos, meriendas y reuniones a la hora del té, amén de la Navidad, claro está. También es importante que el mantel caiga unos 20, 30, 45 cm o hasta llegar al suelo, por los lados de la mesa, dependiendo del tamaño y forma (cuadrada, redonda, rectangular, ovalada) de la propia mesa. Cuanto mayor sea la caída, más selecta se supone que es la hipotética recepción o evento.
La cuestión del tamaño, en este sentido, también en cuanto a la servilleta (desde 20 x 20 cm hasta 60 x 60 cm), se asocia a un concepto de cualidad… y elegancia. Las pequeñas, solo para desayunos y meriendas, y nada de ponerlas en el regazo: bien a la vista junto al plato, a su siniestra. Por otra parte, es aconsejable, obligatorio en las recepciones, que las servilletas sean del mismo color que el mantel, aunque aquí su variación es más permitida, siempre que vaya a conjunto con la decoración del comedor o la vajilla. En caso de encontrarnos la servilleta dentro del plato o junto al tenedor, es decir, a la izquierda, debemos cogerla y desplegarla con un suave zarandeo, extenderla a la mitad, nunca desdoblarla por completo, y posarla encima de la rodilla. Ahora bien, la cosa se complica si nos topamos con la servilleta dentro de la copa, doblada con pliegues estilo acordeón. Entonces, solo el camarero o la persona que sirve la mesa es la que está obligada a sacarla de esta ubicación y depositarla sobre la rodilla del comensal. También de forma delicada, naturalmente. Y, como refinado remate, advertir que los servilleteros son inadmisibles en las recepciones, pero, por el contrario, muy refinados en caso de una mesa festiva o diaria, y más práctico todavía si esta es familiar. Y ya que hemos hablado del extendido de la servilleta, y como todo desdoblado tiene su doblado, digamos que, en esta disciplina, la fase previa obligatoria, esto es, el planchado, es mejor que sea realizado con almidón con el fin de que se conserve cierta rigidez en el dichoso doblado que, dicho sea de paso, se manifiesta con denominaciones tan singulares como “gorro de obispo”, “en ondas”, “megáfono y carpa”, “smoking”, “abanico estrella”, “sobre”…
Y como nos sentimos generosos, les regalamos un último consejo casero y políticamente correcto para limpiar la sangre de los manteles: “La sangre sobre un mantel, que puede deberse a un accidente con el cuchillo de trinchar o a un asesinato, no ha de ser motivo de preocupación, ni hay necesidad de molestar a los presentes mudando todo el mantel como antaño, si inmediatamente se trata la parte afectada frotándola con agua de brotes de col templada”. No tenemos la certeza de que estas últimas palabras sean acto reflejo (por contemplación, derivación o experimentación) de un dechado de virtud o distinción, ni siquiera si tienen algo que ver con el obligado culto a la mesa que rendimos en estas líneas, pero, de todos modos, las hacemos nuestras porque, para algo, constituyen una de las primeras enseñanzas del primer instructor reconocido, del primer tratadista de la servilleta: Leonardo da Vinci. Va por usted, maestro.