Hay dos críticas recurrentes contra el cine español. La primera, fruto de la ignorancia y sin ninguna base real, le acusa de ser malo por definición. Nada más lejos de la realidad. Nada más lejos de Buñuel, Saura, Berlanga, Trueba, Almodóvar, Amenábar o los numerosos jóvenes cineastas que en los últimos años han proliferado dispuestos a filmar, pese a la precaria situación económica de la cinematografía nacional. En cualquier país se ruedan obras maestras, buenas películas, filmes regulares y cintas de escaso interés y calidad.
La segunda crítica, también generalizada, aunque probablemente con más base real, afirma que el séptimo arte español ha renunciado en varios momentos a mirar a su alrededor y se ha concentrado excesivamente en sí mismo, en historias que apenas interesan a contados individuos más allá de sus propios directores.
Por supuesto, debe existir un cine de autor preocupado por buscar y encontrar nuevos cauces narrativos, pero sin ignorar al público, ya sea mayoritario o minoritario. El mejor ejemplo de la falta de observación del entorno lo encontramos en la escasez de películas sobre la crisis económica en España. ¿Acaso sus causas, desarrollo y consecuencias no habrían dado pie a más cintas sobre la temática, muchas de ellas, probablemente, muy originales? Lo mismo se podría decir de otras tantas materias. Por desgracia, la misma falta de atención a su entorno más cercano, el de su propio sector, se le puede reprochar a la última fiesta del cine patrio.
Sí, la gala de la 29ª edición de los premios Goya, los galardones de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, fue larga. Superó las tres horas de duración. Pero, además, renunció casi por completo a realizar la más mínima crítica y autocrítica.
Carlos Areces denunció un día después del evento que le habían impedido presentar un galardón tras negarse a firmar un documento en el que se comprometía a ceñirse estrictamente al guion. “Hay cierta intención de que la gala no resulte molesta u ofenda”, aseguró. El director de la Academia, Enrique González Macho, casi pareció pedir disculpas por exigir, una vez más, la bajada del altísimo e incomprensible IVA cultural. Pedro Almodóvar, con más determinación, excluyó al ministro de Educación, Cultura y Deporte, José Ignacio Wert, de los “amigos de la cultura y del cine español”. Y poco más. La gala fue una sucesión de humor blanco, con poca o ninguna gracia, y de fallidos números musicales que impedían mantener un ritmo constante y soportable para el espectador, ya fuera cinéfilo o asistente ocasional a las salas.
Por supuesto, el espectáculo televisivo tampoco debe convertirse en una ristra de críticas al Gobierno de turno. Es la celebración del cine, no el debate sobre el estado de la nación. Pero, precisamente por su condición de fiesta del séptimo arte, se debería dedicar cierto tiempo y palabras a analizar el estado del sector. Además de bromear con los títulos de las cintas nominadas y emocionarse con los ganadores y perdedores, conviene hacer crítica y autocrítica, así como señalar responsables o culpables.
Pese al récord de taquilla en 2014, los problemas de financiación, producción, distribución y promoción permanecen tan vivos como siempre. Y el público sigue con apuros para gastar el dinero de la entrada o, peor aun, si tiene la cantidad, considera innecesario invertirla en una película española proyectada en la oscuridad. Tampoco olvidemos la piratería. Pero, aquella noche, los Goya estaban encantados de conocerse.