Fue al abrigo de uno de los múltiples movimientos sociales y espacios reivindicativos surgidos hace ya unos años en España donde conocí la estevia. Nunca antes había escuchado hablar de esta planta ni conocía de sus propiedades. Un buen amigo me comentó acerca de sus bondades y me ofreció directamente una de sus hojas para probarla. Me la presentó como un edulcorante natural, originaria de Latinoamérica, concretamente de Paraguay, y con propiedades terapéuticas ya usada en el continente americano desde hacía más de 1.500 años. Yo confiaba en mi compañero y creía que si esa planta estaba allí, y más gente en ese entorno hablaba tan bien de ella, no suponía solo un simple edulcorante natural sino que debía representar una propuesta alternativa sana y eficaz al azúcar, a la sacarina o al aspartamo. Su sabor intenso embriagó mi paladar durante un instante fugaz y nuestros caminos se separaron.
Hasta que un buen día, durante el desayuno, mientras echaba azúcar a mi café tuve un momento de lucidez y decidí obtener información acerca del azúcar en su más diversas modalidades: el blanco, el moreno y todos aquellos comercializados que inundan comercios y supermercados y que están totalmente arraigados en nuestra cocina. Empezando ya de buena mañana en el desayuno o la repostería. Lo primero que averigüé es que el azúcar no está en nuestra mesa solo en su forma más primaria, como azúcar de mesa, sino que esta se haya en cantidades desorbitadas en muchos alimentos procesados como la bollería, las bebidas azucaradas y energéticas, las salsas industriales o los cereales más comercializados, entre otros. De hecho, repasé mi despensa y pensé que estaba ¡en casi todos los productos procesados que había comprado!
El azúcar que habitualmente consumimos tiene su origen en la remolacha o en la propia caña de azúcar. Y una vez obtenida de estos vegetales es procesada para sacarle el mayor rendimiento económico posible y, curiosamente, blanqueada para ofrecer un aspecto mucho más atractivo que su originario color cuasi negro. El azúcar es meramente un edulcorante pleno en hidratos de carbono y carbohidratos que aportan calorías a nuestro organismo. Pero entre ese tipo de alimentos, algunos simplemente aportan calorías vaciás de nutrientes tan necesarios para nuestra salud como las vitaminas, las proteínas, la fibra o los minerales. Y el azucar es uno de esos alimentos. El consumo de azúcar no solo engorda, sino que fuerza a nuestro organismo a depurar nuestros niveles en sangre y para ello nos “exige” la liberación extra de insulina para equilibrar estos niveles tan elevados y cuya consecuencias son conocidas por todas y todos nosotros. El azúcar blanco refinado es sacarosa sintetizada de forma artificial. Esto significa que no aporta ninguna de las vitaminas o minerales que el cuerpo necesita para metabolizarla, por ello el azúcar no sólo no nos beneficia nutricionalmente sino que absorbe de nuestro organismo minerales y vitaminas. Para mas frustración, descubrí que la industria de refinado y blanqueado del azúcar hace uso de ácido sulfúrico, dejando residuos de sulfitos y bisulfitos en un producto tan cotidiano para gran parte de la población mundial.
Pero lo que me resultó más alarmante es que la comunidad científica, medica y la industria farmacéutica son plenos conocedores de esta cruda realidad. Ninguna de ellas reconocerá nunca que, pese a sus 16 calorías por cucharadita, el azúcar es una sustancia altamente adictiva y que es uno de los peores enemigos de nuestro organismo: tras un consumo habitual de azúcar, nuestro sistema inmunológico se resiente y debilita durante un periodo aproximado de seis horas y nos expone a ataques de todo tipo de gérmenes, bacterias y virus. Todos ellos desencadenantes de enfermedades crónicas que cuentan por cientos de miles los fallecimientos, especialmente en la sociedad occidental: diabetes, hipertensión, obesidad, alzheimer o cáncer.
Buena muestra de estos efectos perniciosos es un curioso experimento que una familia británica, alentada por la madre, desarrolló durante un año entero en el que estuvo sin consumir azúcar, ni de mesa ni en sus más múltiples presentaciones (antes expuestas). La madre, Eve O. Schaub, sabía de la dureza que esta propuesta representaba para su familia, especialmente para sus dos hijas pequeñas. Sin embargo los resultados fueron asombrosos. En una entrevista publicada por The Huffington Post, Eve relató que tuvo la idea de realizar el experimento en 2011, tras descubrir un video en el que un endocrinólogo infantil hablaba sobre el azúcar y sus efectos perniciosos en el organismo. Una vez iniciada esta cruzada, su familia no solo bajó de peso, sino que su sentido del gusto empezó a variar: “las cosas dulces comenzaron a tener un sabor diferente, poco apetitoso. Comida que anteriormente resultaba apetecible, ahora sabían repugnantes”. No fue el sabor el único cambio: el matrimonio notó mejoras en su deseo sexual y tanto ellos como las menores mejoraron sus patrones de sueño, humor, y plenitud en sus niveles de energía y salud. “Nos sentíamos más sanos, parecía que enfermábamos menos o si lo hacíamos sanábamos más rápido”, concluyó esta intrépida madre.
"El medicamento que cura no es rentable"
Fue el premio Nobel de medicina Richard J. Roberts quien constató estas palabras: “El medicamento que cura no es rentable”, en una entrevista concedida al diario La Vanguardia hace ya algunos años. Sus palabras resuenan en nuestras cabezas, pero es cierto: la industria farmacéutica vive de la enfermedad de los habitantes del planeta, cuanto menos de aquellos que pueden pagar sus medicinas. Y enfermedades que se cronifican, como la diabetes o el cáncer, nutren sus arcas y aumentan sus negocios con el beneplácito de gobiernos, instituciones públicas e incluso la propia Organización Mundial de la Salud. En los tiempos tan agitados que nos ha tocado vivir, a nadie debe extrañar que se antepongan los intereses comerciales al bienestar de los ciudadanos y ciudadanas de este planeta. Y en ese punto nos hallamos. Desde los transgénicos de la gran corporación Monsanto a los intereses de la industria farmacéutica que extiende sus tentáculos en el seno de los gobiernos, pasando por todos los ámbitos de la medicina, no es de extrañar que algo tan natural como la estevia siga silenciada a la opinión pública y se persiga y criminalice. A sus propiedades edulcorantes se añaden otras mucho más sanas y respetuosa con nuestro organismo. La estevia ha sido descubierta como una fuente de salud para dolencias como la diabetes o la hipertensión. También “regula los niveles de glucosa en la sangre, regula el aparato digestivo en general, actúa favorablemente en las personas con ansiedad, reduce la grasa en las personas obesas, es diurética, reduce el colesterol, ayuda a quemar los triglicéridos (...)”, tal como explica el reconocido botánico catalán Josep Pamies en su obra “Una dulce revolución”. Es por ello por lo que en algunos países como Japón su consumo ya se ha consolidado y resulta un alimento cotidiano. Cocineros de reconocido prestigio como Quique Dacosta o Santi Santamaria ya la usan en algunos de sus platos y alaban sus bondades culinarias.
Sin embargo los obstáculos por popularizar e instaurar los beneficios de la estevia como planta terapéutica son múltiples ¿Qué supondría para la industria farmacéutica que una enfermedad como la diabetes, que sufren 346 millones de personas en el mundo, pudiese ser paliada e implementada en la dieta de estos enfermos crónicos para mejorar su calidad de vida y reducir, e incluso prescindir, de insulinas transgénicas o pastillas diarias para la diabetes o la hipertensión? Por no hablar de las perdidas que otras grandes industrias como las azucareras o edulcorantes podrían tener y que, cuasi de forma monopólica, les permite seguir dañando la salud de los ciudadanos con un único fin: seguir enriqueciéndose. Por más que nos cueste de creer.
El propio Josep Pamies, conocedor de esta verdad incomoda para muchos estamentos, afirma que los efectos beneficiosos de la estevia han sido comprobados de primera mano por el proyecto “Dulce revolución de las plantas medicinales” y reconocidos por miles de personas que han acudido a sus servicios, por otro lado desinteresados, y afirman haber experimentado una mejora considerable en sus dolencias. Sin embargo, esto no ha gustado a las autoridades médicas ni nacionales ni internacionales y su venta como tratamiento terapéutico está, actualmente, prohibida. Incluso responsables de asociaciones de enfermos diabéticos, tal como explica Pamies, han reconocido en petit comité que consumen estevia, pero nunca lo dirán públicamente puesto que las subvenciones de la administración y de las propias farmacéutica podrían ser cortadas si todos estos colectivos no adoptan los tratamientos farmacéuticos tradicionales como un dogma y la única forma de hacer frente a sus enfermedades. Es la censura médica.
Quizá debiésemos ir más allá y recordar que, en muchas ocasiones, ingerimos pastillas y medicinas que nos receta el médico, sin tan siquiera leer el prospecto. Pero es evidente que existe un claro interés económico en muchos ámbitos empresariales, políticos e institucionales, preocupados por evitar que busquemos el remedio y la sanación de algo tan natural como nuestro organismo en la propia naturaleza.