En Argentina, en la Comisión Nacional de Valores (CNV), que es un ente autárquico dentro de la órbita del Ministerio de Economía y Finanzas de la Nación, por primera vez se creó una Oficina de Derechos Humanos en un organismo financiero; hecho que no se dio en ninguna otra parte hasta el momento. La Oficina de Coordinación de Políticas de Derechos Humanos, Memoria, Verdad y Justicia, dependiente del Directorio de la Comisión Nacional de Valores, abrió el archivo estatal del sistema financiero para investigar y exponer de manera pública sus resultados, generando, al menos, una repercusión judicial inmediata: el juez Daniel Rafecas, con el informe como base, elaboró un dictamen de casi 500 carillas (por la causa número 8405/2010 caratulada “D´Alessandri, Francisco Obdulio y otros s/ privación ilegal de la libertad...”) que determinó la prisión preventiva y procesamiento del ex presidente de la CNV, Juan Alfredo Etchebarne (alojado actualmente en el penal de Marcos Paz) y de tres represores, acusados de delitos de lesa humanidad en secuestros a banqueros y financistas.
Esta situación en la esfera del Estado supone, entre las diversas líneas que pone en juego, un doble movimiento que vale la pena destacar: por un lado, la institución se abre y “ventila” como tal; por otro, el organismo especializado libera los datos duros, las tramas humanas estratégicas y los deslices de la gestación de los procesos financieros de nuestra economía, que bien podría servir como puntapié para investigaciones en otros países. Sabemos que la deuda financiera disciplina, regula y limita los modos de vida: opera biopolíticamente como un activo proceso de financierización que ya no tiene sentido llamar parasitario (como si por defección lo definiéramos como la parte indeseable de un capitalismo caracterizado por su economía real), en tanto introduce la flexibilidad, la precariedad y los flujos migratorios forzados. Entendemos que la deuda dirige el trabajo en la esfera de su circulación con efectos devastadores en la vida diaria, productora de la precarización de las experiencias que son, a su vez, formadoras de relaciones sociales que se hunden en la impotencia. Los informes, que tomaron la forma de un libro de investigación (La dictadura del capital financiero, Bruno Napoli, Celeste Perosino, Walter Bosisio) son una importante contribución en la tarea de construcción de una genealogía que nos devuelva activos ante el dominio financiero de la vida.
Vale destacar en esta investigación que la institución, por una decisión política, permite a tres investigadores –de quienes nos consta su autonomía– revisar su estado genealógico; es decir, su conformación reñida con su condición democrática y su parte en la disposición criminal del Estado argentino durante un período determinado. Como en un tiempo suspendido, estos tres intrusos, disfrazados de empleados por una designación tan legal como extraña a la tradición institucional, se avocaron a la paciente tarea de reunir, interpretar y conectar las estampas irreversibles de un fragmento de nuestro mapa histórico. No es común que las instituciones se dejen revisar, esto es, ser puestas en duda como tales, ya que por lo general funcionan cubriendo sus huellas como una suerte de caso cerrado permanente, con sus funcionarios que hacen de la cautela un credo gris –aunque a veces no sean tan cautelosos– y hagan de su posición circunstancial en la cosa pública la prolongación de un estilo para sus vidas privadas. Consideramos fundamental señalar y sostener los gestos de esta investigación, ya que las anomalías cuentan con la fuerza de su irrupción, y al mismo tiempo corren los riesgos de lo imprevisto y tienen la fragilidad de necesitar, para su desarrollo, propagarse en un terreno minado por todas partes.
Cabe señalar que la investigación realiza un aporte a la comprensión que nos debemos como país del proceso político que abrió las puertas locales a un fenómeno hoy ya indiscutiblemente dominante a nivel global, como es el gobierno de la economía mundial por el capital financiero. Los investigadores asociaron conversaciones, disposiciones legales, intervenciones públicas y privadas, acciones militares y policiales, discursos, medidas gubernamentales y materiales de prensa, con el objetivo de dejar aflorar la complejidad de una trama que no podría reducirse a una contienda ideológica entre partes previamente definidas. No es preciso el estribillo que durante años consumimos, que se refiere a un plan maléfico trazado para implantar por las armas el neoliberalismo en Argentina.
La represión estatal que se agudizó y desplegó de manera plena a partir de 1976 presenta continuidades insoslayables con el período anterior (1973-1976), que va de la reforma del Código Penal (orientado a criminalizar las luchas) a los ultraconservadores nombramientos policiales y militares (estos últimos incluyen a Videla y Massera) por el propio Perón y que se desplaza del accionar de la organización parapolicial denominada Triple A (valiéndose de fondos públicos y edificios estatales para el almacenamiento de armas) hasta la promulgación de la ley “antisubversiva” (Nº 20840) ya entrado el gobierno de Isabel Perón. Resulta imposible olvidar en esta secuencia que las facciones militares que llevaron a cabo el golpe de estado no tenían posiciones a priori convergentes desde el punto de vista de la orientación económica, ya que entre las fuerzas las había nacionalistas (tendientes al proteccionismo), tanto como ultraliberales (tendientes a la apertura indiscriminada a los mercados).
En todo caso, esta investigación permite visualizar los momentos de ensamblaje entre el dispositivo represivo –cuyo andamiaje legal es en buena medida heredado del período anterior al 76– y los capítulos económicos tendientes a consolidar un amplio corpus legislativo –que nos toca tristemente heredar en un porcentaje muy importante– fundante de la extranjerización de la riqueza producida por el trabajo argentino, así como estructurante de una economía altamente especulativa. Se solidificaron ya en tiempos de dictadura zonas de comunidad entre civiles, militares y funcionarios públicos que, bajo la cobertura ideológica y enunciativa de Martínez de Hoz, alimentaron, a la par, negociados particulares y lineamientos duraderos de política económica. La imposición de una “normalidad fraguada” es desarmada con precisión por esta investigación, como prueba irrevocable de la violencia y el terror que subyacen a las pretendidas leyes “naturales” de una –creída por muchos– economía aséptica.
Si en la actualidad Argentina –que no dista mucho de la latinoamericana y el sur europeo– un número acotado de empresas extranjeras detenta casi la mitad de las divisas generadas por exportaciones, debemos preguntarnos por la génesis y las consecuencias de las formas que adquirieron las inversiones extranjeras: el máximo de renta en un mínimo de tiempo, en el umbral de la ilegalidad, cuando la “normalidad fraguada” no alcanza para justificar ni sus balances declarados ni sus riquezas. En ese sentido, el sistema financiero funciona como refugio para el capital transnacional, cuando las coyunturas políticas no lo restringen en sus posibilidades de acumulación (por ejemplo, la compra de activos financieros en el exterior como una de las principales causantes de fuga de capitales). Pero, a su vez, el Estado mismo –sobre todo en la región del “consenso de las commodities– funciona como agente del sistema financiero, generalizando los dispositivos de renta que dominan las principales dinámicas de acumulación de capital: minería, agronegocios, petróleo, transacciones inmobiliarias y el fantasma de una narcocultura que habría contribuido al sistema bancario. Todo un complejo destinado al aumento general del consumo y amparado en el discurso social y político que sostiene una renuncia por parte del Estado a los mercados voluntarios de deuda, que sin embargo no ha cesado de alimentar la ambigüedad de estas relaciones. Aun tras acuerdos festejados por las quitas que supusieron (siempre de los acreedores menos poderosos), las deudas públicas de los países que no se propusieron las correspondientes auditorías son de gran porte.
Cierto es que el proceso de extranjerización de nuestra economía, es decir, del esfuerzo colectivo de los procesos de producción de valor, de los recursos naturales y de las capacidades del conjunto, deteriora las condiciones de autonomía de las decisiones públicas incidiendo sobre un punto fundamental, como lo es el de la necesidad de reorientar el perfil productivo de los países basándose en las capacidades y deseos de una multiplicidad de pequeños agentes económicos que viven una permanente desventaja respecto de aquellos con posibilidades (y vía libre) de concentrar capital. Por eso consideramos de interés público revisar tanto la herencia legislativa de las últimas dictaduras, que mantiene una vigencia favorable a los procesos financieros y a la extranjerización de la economía, como, en el caso argentino, los tratados bilaterales, también vigentes, desde la década del 90. También se observan en la mencionada investigación indicios de una transformación en el comportamiento civil (empresarial y no empresarial –aunque esa distancia se acota cada vez más–) en relación con la dimensión especulativa de la economía, en aquel momento vivida con extrañeza por algunos y con euforia por otros, pero hoy día constitutiva en buena medida de las relaciones económicas a nivel capilar (como se puede observar, en los pasajes del ahorro doméstico a la compra de títulos accionarios, o del pasaje de la financiación por el sector bancario, clave en la década del 70, a la más contemporánea financiación por el sector bursátil, entre tantos otros).
Apostamos a un recorrido tendiente a la democratización de la información pública y de las decisiones sobre los grandes dilemas económicos. Dilemas que van desde la composición de nuevos perfiles productivos al cuestionamiento de las condiciones de racionalidad devastadora de nuestros recursos naturales y que atraviesan todos los espacios de la vida tanto mentales como afectivos, así como la actuación frente a la deuda externa (sobre todo en su parte ilegítima) condicionando el uso interno de los fondos públicos y la discusión en torno a la posibilidad de configurar una moneda común con los países de América del Sur, como punta de lanza para promover la moneda global (ver Toni Negri, Christian Marazzi, Carlo Vercellone, entre otros). Democratizar el territorio económico y, sobre todo, el árido terreno financiero supone, como proceso, la ruptura del oscuro secreto estatal, con la apertura de archivos destinados a la investigación autónoma, la ampliación aun mayor de la participación colectiva más allá de los gobiernos de turno y la construcción de puntos de vista destinados a proteger los bienes y las capacidades comunes que aun insisten en el vertiginoso territorio de las finanzas.
Vemos en este documento, en sus desentramados más sutiles, que no se trata sólo de exhibir información hasta ahora confidencial, sino de señalar las solemnidades secretas, construidas y unificadas pieza a pieza con figuras interesadas al poder, para conformar dispositivos plenos de protocolos administrativos y policiales que hacen a su propia economía de funcionamiento y a infinidad de efectos en los cuerpos que padecen. Se trata de reconocer en este informe el funcionamiento del capitalismo financiero en el que vivimos, abierto –en el mundo y en la Argentina de la década del 70– por movimientos especulativos y de proliferación de mercados financieros al margen de las reglas de juego de la producción real, que desplegó un período de estancamiento mundial con inflación, con una enorme volatilidad de tipos de cambio, de tasas de interés y de precios, acompañados por entidades financieras internacionales y locales desligadas de los sistemas nacionales de regulación y supervisión, al que al fin, los Estados, por una u otra vía, culminaron accediendo.
El sector financiero de la economía a partir de los 70 creció a escala global a un ritmo superior a la economía productiva, propiciando la movilidad de capitales líquidos y virtuales que adquirieron una dinámica vertiginosa sin relación causal clara con la esfera de la economía real. La globalización financiera se imbrica con un nuevo tipo de institucionalidad financiera asociada al fin de la estabilidad de la conversión del valor (oro/dólar) y de la declinación de los procesos de producción de valor del trabajo. Estado de cosas que tiene dos indicios indiscutibles: la extrema individualización y la descontractualización de las relaciones de trabajo, inseparables de la crisis del movimiento obrero y de las prácticas sindicales en su capacidad de incidir en las disputas de resistencia y en los efectivos antagonismos. La llamada “desregulación financiera” culminó rebasando el marco institucional precedente, creando una cultura del anonimato de las transacciones, de los paraísos tributarios, de la liberación de los controles que se volvió inseparable de los precios crecientes –que van del petróleo de los 70 a la soja contemporánea– y de la enorme masa de excedentes líquidos –lo que explica en parte el fuerte endeudamiento externo latinoamericano de fines de los 70 y comienzos de los 80, dado el acceso “fácil” a los créditos– vinculados al déficit externo estadounidense durante la década de los 80.
En el escenario de la globalización financiera, tres factores resultaron gravitantes: la masa de excedentes financieros, las instituciones que regulan e intermedian los excedentes y la tecnología financiera operativizada por los intermediarios. La hipercirculación monetaria instantánea sin fronteras resultó inseparable de la apertura de las economías nacionales al mercado internacional. Los mercados financieros se transforman así en especulación extrema y manejan un dinero que desborda sin regulaciones los procesos materiales de producción de valor “real”. Aprendimos que la suerte económica de incalculables parcelas de humanidad podía depender de acontecimientos financieros en las redes globales que tenían efectos en cualquier otro punto del planeta, con desvalorización de los ahorros y pérdida de los empleos. Se habla desde entonces, de “mercados sensibles” permeados por efectos “psicológicos” que rebasan lo estrictamente económico. Se habla de “pánico” o “entusiasmo” de los inversores o de los apostadores.
En el escenario financiero vivimos un denominador común sobre la vida: reducción de cualidades sensibles a cantidades acumulables y negación de la especificidad de las singularidades de los modos de vida. Pero es justamente allí donde la paradoja del capitalismo se hace presente: promete singularizar por el dinero aunque simultáneamente homogeiniza por éste. Las experiencias vitales quedan así subsumidas en la forma pura de la conectividad y el intercambio, seducidas y frustradas en un movimiento sin fin. Los guiones biográficos de deseos y gustos son enaltecidos por el dinero como motor de singularización al mismo tiempo que se abre una uniformización sin precedentes de la vida a escala del equivalente general del capital. En este contexto colonizado de las vidas cualquier concreción se transforma en una abstracción y todo producido que se quiere electivo del deseo biográfico se confunde con la servidumbre voluntaria.
Lo financiero obra como la máxima abstracción que se hace concreta en sus efectos de “pánico” o “entusiasmo” de quienes juegan en él y en las parcelas de humanidad de los cuerpos que padecen. La sensación más recurrente en la experiencia cotidiana, en los últimos cuarenta años de historia, es que estamos expuestos a un destino que nadie controla salvo por el funcionamiento de una red de flujos, informaciones y conjeturas hechas de millones de señales, precios relativos, estados de ánimo y posiciones de los jugadores del mercado, que encubren la presencia de tal o cual sujeto de la historia, en la que siempre descubrimos el entramado del poder. La discontinuidad e inconsistencia entre la producción material de valor y el mercado financiero es evidente, como lo son los “pálpitos”, “deseos” o “expectativas” ante la información bursátil.
El mercado financiero se ha convertido en el último medio siglo en la fuerza centrípeta del dinero como medio de equivalente general, la globalización financiera ha producido la máxima abstracción de los intercambios, el capitalismo en sus últimos desarrollos financieros ha efectivizado la desterritorialización de la vida donde lo local y singular parecen ser sólo oportunidades del juego y este estado de la cultura del equivalente general financiero ha producido un estado de metamorfosis ubicuo y perpetuo de los cuerpos. En pocas palabras, se ha impuesto entre nosotros y en el mundo global un estado ontológico flotante e ingrávido –para algunos “fluido”, para otros “inmaterial”– ligado a las soluciones del instante presente nunca separables en la cultura de la especulación financiera de los estereotipos provenientes de circuitos de información de la red de redes y de los peligrosos efectos sobre el sentido común.
Una dignidad política que pretenda desmercantilizar las relaciones sociales con vistas al bien común, a la renta social y a la auto-organización de la vida requiere de valientes decisiones como lo es, en uno de los registros en juego, esta investigación. Sólo asumiendo los niveles de responsabilidad del entramado financiero civil y estatal podremos abogar por un movimiento de democratización que sostenga una estricta declaración de igualdad de derechos civiles, una concreta pluralidad de las prácticas o modos de vivir para todos los emprendimientos y una preservación de modos vitales de invención de formas de vivir no conquistados por ningún poder.
Ariel Pennisi y Adrián Cangi, en colaboración
El informe que sirve como disparador del presente artículo fue organizado como libro bajo el título de La dictadura del capital financiero y los investigadores son, al mismo tiempo, los autores: Celeste Perosino, Walter Bosisio y Bruno Napoli (Ediciones Continente y Editorial Quadrata, colección Autonomía, Buenos Aires, diciembre de 2014).