Para los habitantes del desierto, el aire puede ser una bendición o todo lo contrario. El alivio de la brisa tibia que agita las ramas de una palmera puede convertirse en pesadilla en fracciones de segundo. La potencia del viento marca la diferencia. Las tormentas de arena asustan a la gente con sus miles de millones de granos microscópicos que van llegando, primero silenciosamente y después acompañados de un silbido. Polvos arenosos que suben pendientes, rodean edificios, remontan escalones, se instalan en los porches, abren puertas, rompen ventanas, llegan a los pisos de arriba. Entierran todo.
Casi siempre, la humanidad cuenta las historias de ciudades que desaparecieron después de una inundación, de un incendio, de la irrupción de un volcán o de un terremoto; pocas son las que dan testimonio de las que han sido destruidas por el viento. En el imaginario de la gente quedan registros del Diluvio Universal, de la destrucción de Sodoma y Gomorra por el fuego, del destino de Pompeya después de que apareció el Vesubio, pero el viento, el suave viento también ha hecho lo suyo.
Kolmanskop, en Namibia, fue, en los albores del siglo XX, la ciudad más rica de África. Ahora sólo quedan vestigios bajo las arenas del desierto de Kalahari. Su destino estaba echado, el terreno sobre el que se edificó estaba ligado fatalmente a las tormentas de arena, que durante milenios barrieron el paisaje todos los días en las últimas horas de la tarde. Entonces, ¿qué sentido tuvo construir edificios, casas, piscinas, casinos y calles tan anchas? ¿Con qué afán se conformaron ejércitos de barrenderos, si era imposible vencer a los implacables granos de arena?
Todo tiene siempre una explicación lógica a pesar de la incongruencia aparente. Todo es cuestión de escarbar para obtener la respuesta. En 1908, Zacharias Lewala, un trabajador ferroviario, encontró un diamante en la arena mientras ponía los rieles de la línea Lüderitz-Aue. El leal servidor entregó su descubrimiento a su superior, el señor August Stauch. Namibia era entonces colonia alemana y Stauch solicitó el permiso de explotación de la zona.
La parafernalia de la riqueza se desató según se iban encontrando más y más diamantes. Kolmanskop se convirtió en el oasis más ostentoso del desierto. Herr Stauch se aseguró de evitar que una avalancha de exploradores llegara al lugar, que se mantuvo siempre con una población constante de cuatrocientos mil habitantes y con un nivel de vida muy superior al del resto de las poblaciones cercanas.
La desgracia de la Segunda Guerra Mundial, la consecuente pérdida de las colonias alemanas y la independencia de Namibia empujaron a Kolmanskop a transformarse en una ciudad fantasma. Eso y que ya nadie más encontró diamantes por ahí. Ahora la ciudad parece un espejismo que emerge entre las dunas: lujosas mansiones medio enterradas en toneladas de polvo, bañeras de porcelana que contienen millones de granos dorados, ventanas desvencijadas por las que entraron grandes ráfagas de arena, vestíbulos amplios convertidos en mares de tierra de los que emergen trabajosamente barandales de hierro forjado y techos que lucen candiles de cristales de Bavaria medio rotos.
Los fundadores de Kolmanskop murieron en circunstancias similares: Zacharias Lewala igual de pobre que antes de su descubrimiento, Stauch desamparado en Alemania Oriental. La ciudad también murió, solo quedan los materiales de aquellos días gloriosos, antes de que los murmullos y rugidos de viento dieran cuenta de ellos.
Kolmanskop es tierra fantasmal, igual que Pompeya, que Real de Catorce, que Chernobyl. No fue un incendio, ni el petrificarse de la lava, ni un terremoto lo que acabó con ella. Tampoco el exterminio fue inmediato. El pesado rumor del viento hirió esa superficie y le arrancó la vida. No en balde, en el desierto se le teme al viento.