Llegar a una ciudad nueva siempre abre las puertas de la mente y el corazón, es un soplo de aire fresco para renovar nuestra rutina. La taquicardia viajera, como la llamo yo, me invade en el aeropuerto de Madrid mientras espero a que salga mi vuelo. Es mi primera vez en Ginebra y una amiga que vive ahí me espera. Es febrero de 2024, es invierno, hacen 3º, he aterrizado en hora puntual suiza, cómo no, y aquí lo principal que les ayudará a llegar al centro de la ciudad: desde el aeropuerto, hay que dirigirse, a la taquilla automática para comprar el billete y luego bajar a los andenes que te llevarán a la Gare de Cornavin, la estación principal de Ginebra.

Todos los trenes desde el aeropuerto se detienen en la estación. A partir de ahí, pueden tomar el tranvía, cualquier autobús urbano o caminar hacia el alojamiento que hayan reservado. También pueden tomar un taxi o un Uber. Yo viajo ligera, conmigo misma y con equipaje de mano de 8 kg.

En la estación de Cornavin un abrazo y un ramo de flores es el sello de entrada a esta ciudad y el tranvía nº 15 nos lleva a la zona de Acacias, un barrio tranquilo y multicultural, con el río Arve que lo cruza. Mi instinto de mujer de mar y de agua me pide un primer baño pero no está habilitado. Este barrio será mi hogar por tres días.

Imagino que ya saben, a grandes rasgos, qué se conoce de Ginebra: que es una ciudad cara -lo confirmo-, que hay bancos y empresas internacionales de renombre, organismos internacionales como la sede europea de la ONU, la sede principal de la Cruz y Media Luna roja, entre otros.

El primer día: ya he decidido que voy a volver

Intentar abarcar todo lo que ofrece una ciudad como Ginebra en tres días es poco probable por lo que habrá que establecer prioridades. Mi consejo habitual es tomar un free-tour para conocer y aprender lo más relevante de la ciudad. El guía les llevará por el centro viejo de la ciudad, la Place du Bourg-de-Four, llenos de comercios, pequeños cafés, la sede europea de la ONU, o el paseo a orillas del lago Leman. Hay tours para todos los gustos, la mayoría de unas dos horas.

La tarde del primer día, luego de ponerme en actualidad sobre la ciudad, los recuerdos compartidos y una comida peruana casera, la dediqué a visitar el Museo de Etnografía (Musée d’ethnographie de Genève) o MEG, de acceso gratuito, para visitar la exposición permanente Los archivos de la diversidad humana. Los paneles informativos se presentan en inglés y francés.

Me interesaba ver las piezas maravillosas que resguardan de los cinco continentes y pasar a saludar a las piezas del mío. Mostrar mis respetos a los huacos peruanos, a los tocados amazónicos de Brasil, los bordados aymaras, los quipus incaicos. Algunos fósiles de Tierra del Fuego me aceleran el corazón, me dejan sin palabras.

Mientras recorro los pasillos descubro con absoluta felicidad que el museo se toma muy en serio la restitución de piezas, las que tienen mayor valor para sus comunidades de origen. Un tocado del pueblo Achuar, que habita territorios compartidos de Ecuador y Perú fue restituido, a pedido de sus representantes y con el seguimiento y mediación del propio museo.

No apunté la fecha exacta porque de la emoción de sentir ese regreso pasé a la admiración del trabajo de poner en remplazo un relieve del mismo tocado y así el visitante tiene una idea de lo que antes tenían expuesto. También han restituido piezas de los pueblos maorí y papú. Un verdadero acierto. Si lo visitan escríbanme con la fecha.

No se pierdan por ningún motivo el apartado de etnomúsica, a disposición del visitante. Sonidos de África, de Europa del Este, de Asia, de lugares increíbles y alejados. Flautas, tambores, guitarras, arpas, un sinfín de instrumentos que hablan de nuestros primeros sonidos en el mundo.

Plena con esta visita, caminé hacia la Rive Gauche, la rivera izquierda de la ciudad y me topé con la librería Payot y decidí darme un descanso entre libros. Los tienen en los tres idiomas oficiales de Suiza, pero también en inglés o español. Tentada de comprar un libro a 10,90 CHF en oferta, opté por un Expresso de 3,50 CHF, un precio que podría escandalizar a mi cafetera italiana esperándome en casa.

(Otro consejo: hagan una conversión para confirmar los precios en francos suizos y asombrarse un poco o ahorren mucho, cierren los ojos, paguen y quédense a gusto).

Para cenar, compré algunas cosas en el supermercado Migros. Siempre visito los supermercados, te haces una idea de lo que comen sus ciudadanos, pillas alguna oferta y compras algún producto que eches en falta donde vives. También quiero confirmar aquello de los quesos y los chocolates suizos. Vaya sí los hacen bien y de qué manera. En dos palabras y deletreo para darle efecto: una de-li-cia.

Entre tanta variedad, me animé a probar lo que vendría a ser el refresco nacional, Rivella, hecho a partir de suero de leche, creado en 1952 por el señor Rober Barth. Si, han leído bien. No tiene sabor a leche como tal, se parece más a la nata, esa capa que se forma al hervir la leche y a una mezcla de hierbas, pasto, alimento de las vacas, al fin y al cabo. Si se animan a probarla, pueden dar por terminada la experiencia del primer día.

El segundo día: de todo un poco, baño invernal en el lago Leman y fondue

La mañana del segundo día la dediqué a dar un paseo por los senderos que rodean el río Arve que se encuentra más adelante con el Ródano. Estuve en una de las sedes de la RTS, la Radio Télévision Suisse, Quai Ernest-Ansermet 20, famosa y especial para cualquier periodista. Tienen una visita guiada -en francés- de 1 hora y media a 5 CHF que hay que reservar con antelación en su sitio de la red.

La RTS empezó sus andanzas televisivas en 1954 y a color en 1968. Y su radio, cuando aún era Radio Suisse Romande, de audiencia francófona, antes de la fusión con la Télévision Suisse Romande para dar nacimiento a RTS, continúa emitiendo su programación radial más importante desde 1922 y cubrió grandes momentos de la historia europea.

Para continuar el recorrido por la ciudad, me acerco al Theatre des Marionnettes, Rue de Rodo 3, un imprescindible para los amantes del teatro y de volver a ser niños por un rato. Aquí encontrarán un teatro único que comenzó en 1929 gracias al impulso de Marcelle Moynier, una visionaria cultural ginebrina, y que tiene una programación muy cuidada, una técnica impecable en el manejo de las marionetas y una apertura extraordinaria a formaciones de otras latitudes.

Después de comer algo rápido, preparé un bolso con toalla y bikini y me fui a conocer Bains de Paquis, un barrio interesante con clara impronta comunitaria, écoló y peatonal , negocios nuevos, de segunda mano y una variedad de restaurantes. También se encuentra ahí el conocido chorro de agua, el Jet d’eau, que alcanza los 140 metros de altura y la zona de los baños públicos con escalerillas para entrar al lago Leman. Una larga pasarela lo recorre para tomar el sol, sentarse a leer, hacer un picnic y para los y las valientes seguidores del agua fría que quieran darse un baño revitalizante, aquí una fiel habitual de esta práctica. El acceso en invierno es gratis y en verano se pagan unos 2 o 3 CHF. Lo recomiendo absolutamente si la salud lo permite. Como reza un dicho popular: “Alma lavada, Alma curada”.

En esta misma zona y tras el baño, el reencuentro con nuevos amigos me lleva directo hacia La Buvette de Bains, un restaurante típico de fondue, ambiente popular y festivo, para probar la tan aclamada fondue con patatas, pan, pepinillos y mucho vino blanco, perfecto para entrar en calor. Calculen unos 45 CHF por persona. En los alrededores hay bares para tomar algo o para empezar la fiesta y cerrar la noche.

El tercer día: el casco histórico, Violeta Parra y chocolate en el Duty free

Al tercer día, domingo de mañana, descubro la Ginebra más pausada, no por nada la llaman “la ciudad de la paz”. Lo he sentido caminando por su calles, en los tranvías. Parece que la convivencia es real y posible en esta ciudad que otros rincones de la tierra añoran. Me quedan pocas horas y debo aprovechar cada minuto. Voy a recorrer el casco viejo de la ciudad: me encuentro con unos murales que hacen referencia a los hugonotes, antiguo nombre de los protestantes franceses calvinistas y sé que estoy a escasos metros del Museo Internacional de la Reforma. Camino por los alrededores de la Cathedrale de Saint Pierre, la Place de la Magdalaine.

Tomo el tranvía camino de la rue de Voltaire 15 donde vivió la inmensa Violeta Parra, para encontrar la placa que recuerda que vivió ahí entre 1965 y 1967. Tras varios minutos dando vueltas por la calle, no la encuentro y me repito que es otro pretexto para volver. Me consuelo de regreso, a buscar mi equipaje, mirando un documental sobre ella donde se muestra la placa.

Luego pienso en varios escritores y artistas latinoamericanos que acogió Ginebra y me convenzo que yo también podría vivir ahí. Las despedidas se me hacen duras, tengo nostalgia de irme, de pensar en el tiempo que pasará hasta que vuelva. Me despido con prisa de esta querida amiga y me marcho en dirección al aeropuerto, el mejor lugar para comprar un par de chocolates a buen precio.

Ginebra fue y ha sido un gran descubrimiento. Cuando viajamos podemos escoger ser turistas, viajeros, o en mi caso, sentirme una vecina más. Qué nos ha llevado a esa ciudad puede ayudar a definir lo que viviremos durante nuestra estancia. Espero puedan conocerla, les prometo que será amor a primer fondue, a primer tranvía, al primer mordisco de chocolate.