Hace no tantos años, la gran interrogante de esos jóvenes que veían cómo el futuro se presentaba ante sus ojos era desenmascarar sus sueños. Un reputado doctor de bata blanca, un aclamado periodista de pluma ágil y amplio verso, un profesor vitoreado frente a una clase en la que los alumnos se erigían como dóciles discípulos sedientos de sabiduría… Se trata del ideal en el que terminaba aquella frase tan recurrente y satisfactoria: “Yo de mayor quiero ser…”
Los jóvenes diplomados, licenciados y ahora graduados, que en su momento soñaban con ser aquello para lo que se estaban preparando, para luchar por alcanzar el modelo con el que tanto tiempo llevaban fantaseando (algunos incluso desde el uso de razón), son ahora carne de emigrante. Su esperanza por aprender un idioma, por adquirir nuevos conocimientos, por conseguir aquello que los haga diferentes y merecedores de un trabajo acorde con su formación, les conduce a otra ciudad, otro país, incluso otro continente en muchos de los casos.
Hace años, cuando la educación empezaba a estar al alcance de todos, el mensaje que los universitarios recibían era muy claro: “hay que estudiar para conseguir un buen trabajo”. Ahora, sin embargo, en un tiempo no tan favorable económicamente, el mensaje viene a distanciarse un poco de aquel: “hay que ser valiente, hay que ser aventurero, hay que aprender idiomas, hay que coger experiencia, hay que volar del nido”. ¿Y qué está esperando fuera? Un empleo por debajo de la cualificación que las maletas aguardan, ya que, en la mayoría de los casos, se trata de aprender un idioma, fundamentalmente.
¿Dónde queda entonces el sueño? ¿Dónde queda la esperanza? Un contrato de prácticas con un sueldo por debajo del salario mínimo, incluso sin él, resulta un logro en muchas ocasiones por la simple opción de “hacer currículum” o por estar “trabajando de lo tuyo”. Es inquietante. Desde luego, no puede quedar exento de análisis el hecho de pasar horas, días, semanas, meses o años, solo engrosando un currículum que será entregado en otra oferta. Y se extiende la creencia de que siempre será mejor eso que ocupar un puesto “bien remunerado” cuya capacitación no exija un estudio o formación especializada.
Soy de esa minoría que lucha por un “casi imposible”; soy de las que piensan que la oportunidad existe, que solo hay que buscarla y estar en el lugar indicado en el momento preciso; soy de las que no se va a dar por vencida, por muy mal que pinte la cosa; y soy de las que creen que cumplir los sueños y trabajar con amor y pasión merece la pena. Pero también estoy convencida de una máxima: una cosa es que nos tomen por tontos, y otra muy distinta que lo seamos.
Grandes mentes seguirán abandonando el país en busca de oportunidades, de una formación especializada y única. No podemos olvidar que, en un mundo globalizado, el conocimiento es una de las grandes armas para luchar. La formación y el progreso siempre han ido de la mano del cambio, de acercarse a lo diferente y de analizar las ventajas y los inconvenientes. Mientras tanto, seguiremos aprendiendo de la historia, construyendo sueños y creando nuevas realidades. Siempre, por supuesto, con la esperanza de una realidad mejor en la maleta.