El meollo de este espíritu represivo (que también podemos llamar moralista y policial), que es intrínseco a todas las civilizaciones patriarcales, es un mecanismo al que el psicoanálisis ha llamado “formación reactiva”, que consiste en “darle la vuelta” a algo que no se quiere reconocer en la propia experiencia, así ocultándolo a través de su contrario.
Así, por ejemplo, una persona puede ocultar su propia agresión a través de “las mejores intenciones”, su interés sexual a través del puritanismo, o su el egoísmo a través de una actitud presuntamente desinteresada. Y de manera semejante también un grupo humano o una cultura pueden ocultar su rapacidad a través de una preocupación ética que se exhibe como prueba de honorabilidad, caridad o amor cristiano.
Es una limitación de la propia consciencia lo que les permite a muchos sentirse “rectos” o incluso impecables a pesar de estar implicados en la operación de empresas voraces y destructivas descuidando todo lo que no sean sus ganancias; y tal engaño respecto a la propia honorabilidad constituye una de las principales barreras a un cambio de consciencia en el seno de las grandes empresas y entidades financieras. Pero la expresión más notable del espíritu represivo a través de la historia ha sido el de silenciar a las mayorías explotadas “en nombre de la ley” o de la virtud, o de la religión, del patriotismo y de otros ideales a los que se debe obediencia. Y así es que el mismo barbarismo de la civilización, en su despiadado espíritu de conquista, ha sido eficazmente encubierto por la idealización que transforma de manera casi mágica a los padres políticos explotadores en padres buenos que sólo actúan por nuestro bien y quieren educarnos.
Por más que sea cierto que en el curso de los últimos años el poder parece sentir que ya no necesita justificarse tanto a través de la semblanza de beneficencia, también es cierto que la mente patriarcal de las mayorías sigue siendo tan moralista como represiva, y en consecuencia, no sólo se sigue perpetuando la represión de la espontaneidad creativa de los niños en la crianza y en la educación pública, sino que se sigue confundiendo el moralismo con lo que los antiguos llamaban virtud, que más se parecía a lo que hoy consideramos salud mental que a al intento de las personas de ser buenas cuando porque han sido domesticadas a través de premios y castigos.
Me parece que la sabiduría expresada por el mito del árbol del fruto prohibido que comieron Adán y Eva contiene una gran verdad que todas las interpretaciones en boga pasan por alto, a saber: que en su afán de hacerse semejantes a Dioses nuestros primeros padres perdieron la inocencia de no juzgarlo todo desde los criterios diferenciales de un bien y un mal normativos. Desde entonces seguimos juzgando y condenando arrogantemente a nuestros semejantes como si supiésemos discriminar entre los buenos y los malos—aunque está claro que los así llamados primitivos formaban sociedades más justas que la nuestra sin cárceles ni cortes de justicia, y cómo nosotros, al ir volviéndonos más y más acusatorios, vamos llenando hasta tal punto las cárceles que hemos construido, que (además de lo gravoso que nos resulta alimentar a sus poblaciones, las familias que destruimos y el destino de esos presos que de ninguna manera re-educamos), ya nos falta en ellas suficiente espacio. Pero más allá de los daños sociales que acarrea la ruptura de tantas familias, y el abandono de tantos hijos y el efecto negativo de las cárceles en el desarrollo moral de los presos, sería deseable que hubiéramos llegado a comprender cuán disfuncional es nuestra pasión de juzgar y condenar a nuestros semejantes (y aún a nosotros mismos) en demasía—y cuán engañoso fue ese “fruto prohibido” del “conocimiento del bien y del mal” del que seguimos presumiendo.
Pero si no sirve a la vida encarcelar a quienes se niegan a cumplir con la ley, sirve “la ley y el orden”, a la continuidad del “orden establecido”, que apoya el que los poderosos (criminalizando no tanto el pecado como las faltas contra la propiedad y la autoridad) se dediquen a desposeer a los pobres para así incrementar aún más su poder.