A Valerio Bispuri
En una mesa se oye la voz cantante de un romano que dice en español: “todo lo que no se mastica, no es comida”. Dispuesto a resignar el helado, baluarte indiscutible de su tierra, el italiano arremete sin proponérselo contra la cocina del momento con una frase radical. En las antípodas del “espumaje” contemporáneo y el plato minimalista, la recuperación del gesto bestial no se contrapone, sin embargo, a la posibilidad del goce y la sutileza gastronómicos. No es necesario que un alimento atraviese tantas etapas como técnicas para resultar complejo y rico en matices; de hecho, no pocas veces la cocina contemporánea deja ver que su chiste no es sino la exaltación de un proceder técnico y el abandono consciente de la nobleza del ingrediente.
¿Quién puede negar a la humorada como parte constitutiva de las artes culinarias? La primera ironía: llamarse a sí misma arte. En tiempos de abundancia los pueblos han valorado el ejercicio de la medida, incluso hasta el extremo de la abstención monástica, mientras que las historias de escasez nos han devuelto platos abundantes, nos dieron a conocer la voluptuosidad del plato “a la pobre”. El humor y la capacidad de conjura propios de la gastronomía hacen la vida más amable y, en algún punto, más vivible.
Si en épocas de hambrunas y pestes, lo cotidiano se organiza a partir de una limitación tan real como mortuoria, la escasez de alimentos es una marca que hoy sólo resulta reconocible en el pudor frente a las sobras. Tirar la comida es un pecado laico como la pobreza, porque nuestra experiencia gastronómica supone tanto la abundancia como la desigualdad socioeconómica.
Hay restaurantes de moda cuyos platos responden a una lógica bien diferente a aquella de la escasez. El peso de los alimentos desafía a la gravedad y la construcción visual se pretende inmortal como alguna importante obra plástica. El plato que podríamos llamar “degustación” desestima al hambre de tal modo que parece desconocerlo como la condición ‒ siempre negativa ‒ de la gastronomía. De hecho, el desconocimiento del hambre y de la tensión existente entre necesidad y placer trae como consecuencia la incapacidad de enfrentarlo y de ese modo poder apropiarlo. Entonces, la capacidad lúdica comprendida en la gastronomía es separada del uso común y puesta al servicio de determinados clubes, por no decir clases. Ahora bien, que sólo unos pocos puedan jugar habla más del poder que de la capacidad lúdica.
La comparación de nuestra época con tiempos tempestuosos, según explica el historiador de la comida Massimo Montanari (El hambre y la abundancia), presenta cuerpos diferentes, resultado de alimentaciones diversas, incluso invertidas. Las hambrunas se han combatido con alimentos portentosos y a plato lleno, mientras que nuestra época, apóloga de la delgadez, prefiere vajillas importantes que soportan poco volumen alimentario, aunque gran dedicación en los decorados. Comer poco es signo de eficacia y por lo tanto de poder, como señaló Roland Barthes; pero debemos repetir que en la medida que el plato “degustación” resulta un extraño efecto de la abundancia, el desconocimiento del hambre es la incapacidad de hacer una experiencia más real de las tensiones alimentarias. Ciertamente, sólo unos pocos pueden hacer de cuenta que la gastronomía no tiene nada que ver con el hambre; de hecho, la incitación al placer reinante en el discurso publicitario inscribe al alimento en el circuito cerrado del consumo y más precisamente se refiere a un público acotado definido en términos de target.
Pero en otro nivel, la incorporación del peligro a través del elemento del hambre, le devuelve vida a la cocina y le ofrece un carácter universal. A partir de la ligazón entre hambre y juego la experiencia gastronómica es posible para todos, ello es, popular. Al movimiento popular, los cocineros ofrecen lo popular del movimiento…
La gastronomía ostentosa es el olvido más pueril del hambre, mientras son posibles otros olvidos más alegres, como los que juegan a la abundancia en la escasez o los que ven nacer grandes recursos de accidentes culinarios, tal como nos contaron la historia del dulce de leche… ¿Y qué decir de los guisos, ensaladas y revueltos? Son la vocación desnuda de juntar y hacer mucho con poco. Pero no se trata de hacer más o mejor, no se juegan cantidades ni jerarquías, sino la dignidad misma de lo existente. La cocina afirma que eso que hay ‒ mucho o poco, costoso o económico, valorado o degradado simbólicamente ‒, además de resultar necesario, es suficiente.
Hoy en Buenos Aires se confunde gastronomía con cocina-espectáculo. Los restaurantes de Palermo Hollywood y la televisión gourmet reenvían la comida al dominio de la imagen, ahí donde no huele a nada, ni quema, “ni pincha ni corta”. Pero también es posible apropiarnos de las recetas televisivas y de los menús del Hollywood tercermundista y hacer una buena digestión aun con la comida predigerida que se nos ofrece. Entonces, deshaciendo unos cuantos pasos, estaríamos más cerca de la deconstrucción que los deconstruccionistas culinarios, quienes sumen la situación alimentaria a una técnica del alimento ‒ el monopolio de la relación técnica ‒ sin reparar en los principios diversos de relaciones que gobiernan nuestras cercanías y lejanías de la gastronomía. Como si una papa hervida en su cáscara, salpimentada, con unas gotas de oliva, no fuera lo suficientemente minimalista y compleja a la vez. Un síntoma de aburrimiento: como si una papa no tuviera nada para ofrecernos.
En Roma, lejos de la cocina molecular, aun se reverencia al ingrediente, que forma parte del orgullo de los romanos. El cuidado de las verduras y hortalizas, el mayor aprovechamiento que se conoce del cerdo ‒ spuntature di maiale ‒, el milagro del agua que fluye por los bebederos públicos, hablan del respeto por los cuerpos y sus procesos, y de la generosidad como invariable gastronómica.
Al masticar, los alimentos expulsan sus jugos, los aromas y sabores se condensan y las texturas producen temblores corporales. El romano tenía razón: “todo lo que no se mastica, no es comida”.