La situación geopolítica del mundo actual puede compararse con un barril de pólvora sobre el que la humanidad estaría sentada, con la posibilidad de que una pequeña chispa pueda producir un resultado catastrófico. Es imposible, por tanto, vaticinar cómo seguirá todo esto.

Sobran tensiones, y lo que queda claro es que la hegemonía occidental, liderada por Estados Unidos, está en declive. En ese sentido, no es posible dar un resultado final de la guerra en curso en Ucrania, saber cómo seguirá la explosiva situación de Medio Oriente, qué pasará con los tambores de guerra que suenan en torno a Taiwán y qué escenarios se abrirán con el auge de los BRICS+, con su propuesta de desdolarización de la economía global, apoyados por la creciente fortaleza china y rusa.

De todos modos, con los elementos de análisis a los que se puede acceder, (que no son demasiados, por cierto), pueden verse tendencias no muy claras aún, pero que ya empiezan a prefigurarse. En síntesis: todo indica que marchamos inexorablemente hacia un mundo multipolar.

La guerra, naturalmente, agota a sus contendientes. En este caso, quienes más han sufrido sus embates con los actuales enfrentamientos son el pueblo ucraniano por un lado, y la población palestina por otro. El país eslavo, así como el territorio palestino, han quedado prácticamente destruidos. La reconstrucción de Ucrania, según las primeras estimaciones, podría costar no menos de 500.000 millones de dólares (algunos cálculos llevan la cifra a un billón).

Es por demás claro que el conflicto se libra entre Estados Unidos/OTAN y la Federación Rusa, siendo la ex república soviética la que pone el cuerpo. Para Washington, que en realidad representa básicamente los intereses de su poderoso complejo militar-industrial, cualquier conflicto es buen negocio, porque permite vender armas al por mayor.

Si la guerra tenía como objetivo empantanar a Moscú, preparando con ello las condiciones para posteriormente ir sobre China (el verdadero gran rival de Estados Unidos), ello no se está cumpliendo a cabalidad. Moscú ha demostrado hasta el momento tener una enorme capacidad bélica, no pudiendo ser derrotada en el campo de batalla.

Si bien es cierto que no ha podido vencer abiertamente en el enfrentamiento, forzando a la total rendición de Kiev, y le está costando demasiado mantener las zonas recuperadas en el sur y en el este de Ucrania, tampoco ha podido ser vencida por la OTAN. El plan de Washington, en principio, no se ha cumplido exitosamente en lo militar, pero igualmente le está procurando enormes ganancias económicas.

Quien es también un gran perdedor en todo esto es la Unión Europea, que, forzada por Washington, ha tenido que renunciar a los energéticos rusos mucho más baratos, terminando por ser un cliente obligado (rehén) del gas licuado provisto por Estados Unidos, mucho más caro. Si alguien ganó con todo esto fueron los capitales estadounidenses, que hicieron un triple negocio:

1) El complejo militar-industrial elevó sus ventas de armas en forma exponencial.

2) Sus empresas gasíferas (Cheniere Energy, Sabine Pass, Kiewit Corporation, Gulfstream LNG Development), productoras de gas natural licuado, comenzaron a vender a los países europeos a un precio mucho mayor que lo que ellos pagaban por el gas ruso.

3) Las empresas se cobrarán las facturas de la reconstrucción de la destruida Ucrania, en muchos casos tomándolas en especies, como por ejemplo las compañías agroalimentarias (Cargill, Monsanto, Du Pont), quedándose con las enormes tierras fértiles del país eslavo (el “granero de Europa”, con 33 millones de hectáreas cultivables).

Para los capitales estadounidenses el negocio es fabuloso, pues la reconstrucción de Ucrania estará a cargo de ellos; Europa participará en esto en calidad de socio menor.

Si una salida política comienza a perfilarse, es porque en Occidente ya existen perspectivas para negociar. Bruselas presiona para que ello se haga realidad, pues la situación europea comienza a ser altamente preocupante en lo económico, con su estancamiento ya cercano a crisis, con inflación en alza y muchas industrias en situación de parálisis, dado el precio de los energéticos. En países centrales de la Unión Europea, como Alemania y Francia, ya se está técnicamente en recesión. La crisis comienza a golpear inclemente.

Es evidente que Moscú no pensaba que el conflicto se prolongaría tanto. Apenas comenzado, buscó llegar a negociaciones para no extender la campaña militar. Lo que buscaba no era ocupar Ucrania, sino poner un alto al avance de la OTAN. Por eso, el 28 de febrero del 2022 en Gomel, frontera entre Ucrania y Bielorrusia, se iniciaron conversaciones de paz.

El 5 de marzo, el principal negociador ucraniano que había participado en esas reuniones, Denis Kireev, fue asesinado “misteriosamente”, y las pláticas interrumpidas. Días después, en Estambul, Turquía, las partes rusas y ucranianas parecían llegar a un acuerdo; inmediatamente sobrevino la masacre de Bucha, mediáticamente presentada por la prensa occidental como un crimen de lesa humanidad por parte de Moscú y como un vil montaje de los servicios secretos británico y estadounidense según la versión del Kremlin (25 dólares habría cobrado cada “muerto” por su actuación).

Nuevamente, las conversaciones se suspendieron. De hecho, luego de esos primeros balbuceos que buscaban terminar el enfrentamiento, Kiev (seguramente por orden de Washington) promulgó una ley que prohíbe taxativamente mantener negociaciones de paz con Rusia. Pero ahora la situación parece estar cambiando: con la llegada de Trump a la Casa Blanca y su iniciativa de no seguir “dilapidando” dinero en una guerra que no conviene a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos, se abre –quizá– la posibilidad de una negociación.

Aunque no es nada oficial, filtraciones sugieren que los preparativos para una negociación que ponga fin a los combates ya habrían comenzado durante la presidencia de Biden, con contactos extraoficiales entre Rusia y oficiales de la CIA.

Washington, aunque no ha podido detener la presencia militar rusa, no dejó de obtener pingües ganancias con la venta de armamentos, con el gas licuado vendido a Europa y con las faraónicas tareas de reconstrucción de la destruida Ucrania. Alguien debe pagar todo eso: el gas lo pagan los europeos, las armas y la reconstrucción, el pueblo ucraniano, seguramente teniendo que ceder buena parte de su patrimonio al control de capitales estadounidenses (tierras cultivables, recursos mineros).

La gran preocupación para la Casa Blanca sigue siendo el avance chino. Es por ello que las provocaciones a partir de Taiwán no cesan. Nadie tiene claro cómo seguirá esto. Lo que sí es evidente que, de momento y tal como van las cosas, pese a todos los esfuerzos, el dólar comenzó su cuenta regresiva.

Para el campo popular, para las grandes mayorías populares de todo el planeta, una nueva arquitectura global con poderes algo más equilibrados (el eje China-Rusia como nuevo polo de poder ante la hegemonía de Washington) no augura automáticamente un mundo de mayores beneficios.

Lo que está claro es que la supremacía estadounidense cada vez está más en entredicho por el avance chino. En estos momentos, la guerra es comercial, con aumento en los aranceles, trabas para el desarrollo de negocios y sanciones varias que intentan sofrenar el ímpetu imparable de la potencia asiática.

Lo cierto es que, al verse presionada, China, para sorpresa y consternación de la industria de alta tecnología norteamericana, busca caminos alternativos, encontrando siempre nuevas soluciones. En este momento de la historia, la ciencia china no parece tener parangón, y no hay impedimento que la detenga. Su presencia en cada vez más espacios de la realidad mundial la muestran como la gran potencia que continúa agigantándose.

El crecimiento de los BRICS, ahora ya fortalecidos con un mayor número de miembros y con claras propuestas anti-dólar, aupados por la conjunción Pekín-Moscú, está abriendo nuevos escenarios.

Si la decadencia de Occidente intenta ser salvada, revertida o aminorada con más guerras, esto plantea serios límites: llegadas a este punto del desarrollo técnico-militar, todas las partes involucradas saben que en enfrentamientos directos no puede haber ganadores, que solo podrá haber exterminio masivo. Las armas nucleares tienen carácter disuasorio; nadie en su sano juicio parece estar pensando en usarlas, porque de hacerlo, iríamos hacia el fin de la humanidad. Por tanto, deben buscarse otras salidas: negociaciones políticas.

El Medio Oriente continúa siendo probablemente la zona más caliente del globo, y tal como van las cosas, nada indica que eso dejará de ser así en lo inmediato. Las reservas de petróleo, hasta ahora manejadas por Estados Unidos a través de su perversa política de imposición de petrodólares para su comercialización, siguen siendo vitales para la humanidad (seguimos viviendo en la civilización del petróleo, hasta que eso cambie sustancialmente yendo hace nuevas fuentes energéticas).

De todos modos, de seguir utilizándose el petróleo sin límites, la sobrevivencia de toda forma de vida sobre el planeta está en serias dudas: el calentamiento global no se detiene, y la catástrofe medioambiental cada vez nos pasa más facturas. La búsqueda de energías alternativas menos contaminantes abre nuevos y, de momento, impensables escenarios. Lo que queda claro es que mientras exista oro negro, la humanidad seguirá empeñada en su utilización. ¿Eso nos lleva al autoexterminio? Las alarmas ya están encendidas.

Es muy probable que en ningún centro tomador de decisiones exista un proyecto concreto de guerra nuclear total, aunque esa posibilidad no puede ser descartada totalmente. Por eso es más factible que nos estemos dirigiendo hacia el fin del conflicto ucraniano, con negociaciones que no necesariamente favorecerán a los pueblos.

No se ve algo similar en Medio Oriente, y mucho menos en el sudeste asiático. Allí las cosas se siguen manejando al rojo vivo, con consecuencias a mediano y largo plazo que son imprevisibles. La geoestrategia de Estados Unidos consiste hoy en detener el avance chino. Pero si para ello es necesario llegar a una guerra masiva donde todas las partes pierdan, muy probablemente deberá aceptar que ya no es el hegemón único, y abrirse a un mundo más multipolar. Eso es lo que marcaría la sensatez, la racionalidad. Es de esperarse que se camine por esa senda.

La historia, sin dudas, no está terminada, porque el declive de la potencia americana no se ha detenido, ni tampoco el auge de la potencia china. La dinámica de la sociedad global sigue vigente, como siempre (muchas veces sorprendiéndonos por los caminos que adopta), con la lucha de clases al rojo vivo dinamizando el movimiento social, y recordando, con Marx, que “la violencia es la partera de la historia”.

Contrariando lo dicho por Francis Fukuyama como triunfal grito de guerra cuando caía el Muro de Berlín, es más que evidente que la historia no ha terminado, y nadie sabe exactamente cómo seguirá. El horizonte del socialismo, preámbulo de una sociedad sin clases (el comunismo), aunque de momento no está en franco avance, tampoco ha desaparecido como posibilidad.

La historia dirá cómo se sigue escribiendo esta compleja dinámica de la humanidad, si entramos en una lógica racional que permita la continuidad de la vida (sin ebullición global dada por la catástrofe ecológica y sin guerra termonuclear como Armagedón terminal), construyéndose una geopolítica multipolar; si el capitalismo conducirá a que una élite super privilegiada marche fuera del planeta Tierra dejando aquí un mundo cada vez más inhabitable y conflictivo donde quedarán mayorías en crisis sobreviviendo en condiciones crecientemente difíciles; o si nos conduciremos hacia la “patria de la humanidad”, como viene pidiendo la Marcha Internacional Comunista, hacia una sociedad sin clases sociales.

Lo que sí resulta inexorable es que esa historia nos arropa, nos envuelve totalmente y, queramos o no, somos parte inseparable de ella, por lo que no podemos dejar de tomar partido por alguna de las opciones abiertas.