Es curioso cómo a veces al ver a una pareja de edad avanzada caminando de la mano, automáticamente mi pensamiento crea el escenario de un amor eterno. Me imagino lo lindo que sería envejecer junto a alguien y llegar a esa etapa de la vida con una compañía estable y duradera. Sin embargo, últimamente me he detenido a pensar en las pruebas silenciosas que han enfrentado esas parejas para mantenerse unidas y llegar a esa edad juntos (si es que lo han hecho desde muy jóvenes). ¿Qué hay detrás de las historias que no se cuentan y de las batallas internas que solo ellos conocen?
Mis abuelos paternos, por ejemplo, lograron llegar al anhelado “hasta que la muerte nos separe” y aunque nunca vi un gesto de cariño entre ellos, prefería pensar que era por respeto a su intimidad o porque no era bien visto en esa época demostrar cariño en público. De todos modos, en el fondo, siempre me cuestioné si detrás de esa “prudencia” había algo más profundo. Hasta hace un par de años descubrí que mi abuela, quien soñaba con ser monja en su juventud, se vio obligada a casarse ya que era hija única y de esta forma preservar la herencia familiar para dar paso a futuras generaciones. Fue así como terminó dedicando la mayor parte de su vida a atender a mi abuelo y a cuidar de sus once hijos, dejando de lado su vida como religiosa. No fue sino hasta la muerte de su esposo que, finalmente, pudo cumplir su deseo. Como ella, muchas mujeres de su época se vieron obligadas a cumplir un rol definido por la sociedad donde, entre otras cosas, el sacrificio era la base de la relación.
Desde un tiempo para acá, he escuchado a varias personas de edad avanzada afirmar que los matrimonios de hoy en día no duran como antes, que los jóvenes adultos ya no saben lo que quieren o el famoso comentario de que ya no quieren tener hijos para no comprometerse o involucrarse tanto en una relación. Estos son algunos de los innumerables paradigmas que rodean la (in)estabilidad en las relaciones de las nuevas generaciones. Para nuestros abuelos, o por lo menos para los míos, el sacrificio y el “aguantar” eran la base de una relación duradera. Era fácil caer en la tentación de romantizar el significado de esas palabras, pero ¿hasta qué punto eran sinónimo de amor? ¿Es justo que la permanencia en una relación dependiera de la capacidad de aguantar y renunciar a uno mismo? ¿Es sensato permanecer en una relación simplemente por tener seguridad económica y/o emocional?
En los últimos años la tasa de divorcios ha aumentado significativamente, y más en matrimonios de millennials. Aunque esto pueda parecer un indicador de fracaso, yo lo veo más por el lado de que simplemente es la señal de que hemos comenzado a redefinir el significado del amor en las relaciones (no en todos los casos, por supuesto). Ya no se trata de tener estabilidad en (…), “aguantar” o “sacrificar (se)” motivados por el miedo o para cumplir con las expectativas sociales o de nuestra familia, sino de buscar relaciones que nos nutran y nos ayuden a crecer, sin la necesidad de renunciar a nuestra esencia y a lo que deseamos.
Las mujeres de generaciones anteriores, como mi abuela, no tenían la opción de elegir su camino (o tal vez si la tenía, pero el libre albedrío no estaba aceptado socialmente. Muy pocas tenían el valor de alzar su voz e ir en contra de lo establecido). Ellas dependían de sus maridos, no solo emocional sino también económicamente. Hoy, en cambio, tenemos la libertad de decidir, de elegir el tipo de relación que deseamos construir y, sobre todo, de saber cuándo es el momento de soltar.
No podemos pretender que aquello que nos gustaba hace 3-5 años, sea lo mismo que nos guste hoy en día. Tenemos la libertad de cambiar y el derecho de poderlo expresar, por nosotros y por el otro (tanto hombres como mujeres). La única constante en la vida es el cambio. Las personas atravesamos procesos de transformación continua, no solo física, sino también mental y emocionalmente. Esto es más que obvio, pero nos cuesta normalizarlo. Es natural cambiar de opinión, de perspectiva o de decisiones que en su momento parecían inquebrantables. Tenemos el derecho a cambiar nuestra visión de vida, a redireccionar nuestra ruta. A veces, esos caminos pueden divergir y está bien no querer acompañar al otro. Está bien negociar una y otra vez lo que queremos si lo queremos tener en pareja. Está bien escucharse y escuchar al otro. Está bien seguir nuestro instinto y nuestros deseos conscientemente.
No se trata de renunciar, sino de redefinir el significado del amor en pareja, de construir no necesariamente un solo camino, sino los que sean necesarios para encontrar la ruta que mejor les sirva a los dos, aunque en el recorrido descubran que los rumbos elegidos los apartan del camino del otro. Tampoco se trata de echar todo por la borda al primer obstáculo, se trata de darlo e intentarlo todo, pero sin forzarlo. Se trata de querer al otro con todo el cuerpo, mente y alma y si es necesario, seguir queriéndose desde otra perspectiva, desde otro camino.
Es fácil escribir estas palabras después de haberlo entendido, pero sigue siendo difícil aceptarlo y seguir adelante sin esa persona que por tantos años te hizo tanto bien, estuvo a tu lado en las buenas y en las malas, en la enfermedad y en la salud y te posibilitó una vida de sueños cumplidos. Cuando por fin te llenas de valor, te das el permiso de escuchar esa voz interior y te das cuenta de que algo ya no está bien así lo hayas intentado todo, es necesario soltar para ser feliz y hacer feliz al otro, pese al dolor profundo que esto conlleve. Pero créeme, duele más no escucharse y vivir una vida en la que sientes que ya no encajas.
Entonces, ¿qué tal si dejamos de ver el divorcio o la separación como un fracaso? ¿Y qué tal si empezamos a considerarlo como una forma de honrar lo que fue, sin permitir que el tiempo y las circunstancias perjudiquen lo más bonito de una relación? Tal vez el verdadero “hasta que la muerte nos separe” no signifique permanecer juntos a toda costa de la misma forma como todo empezó, sino saber cuándo es el momento de despedirse con gratitud, con respeto, y sobre todo con mucho cariño.
No todas las historias de amor están destinadas a convivir para siempre, o al menos no desde la visión de las películas románticas o los cuentos de Disney; ni siquiera como la sociedad o nuestros ancestros dicen que debe ser. En este punto de mi vida, creo y siento que la mayor muestra de amor que podemos ofrecer(nos) es dejar ir sin resentimientos, para que aquellos recuerdos que fueron construidos a lo largo del tiempo juntos sean rescatados y recordados con gratitud por toda la eternidad.
Y así, tal vez, el adiós se convierta en un “hasta pronto” y no sea el final de una historia, sino el inicio de otra más ligera, más libre y sincera. Al final, honrar el amor no es quedarse en el camino que ya no nos pertenece, sino permitirnos ver hacia atrás con una sonrisa en el rostro y recordar lo que fue, con todo el amor que aún queda por sentir y vivir. Quizá el “hasta pronto” sea solo una forma más de amar para siempre, “hasta que la muerte nos separe”.