El pasado 28 de julio se llevó a cabo un proceso electoral histórico en Venezuela, uno donde se implicó la sociedad como nunca antes, llegando a batir un récord de participación que nadie pudo pronosticar. Gracias a la organización ciudadana, logramos defender los votos y las actas electorales para demostrar que habíamos ganado; pero la respuesta del CNE no se hizo esperar —sin dar cabida a la contabilización de los votos—: al primer boletín sacaron unos números sin sustento para otorgarle una vez más la presidencia a Maduro.

La respuesta de la comunidad internacional no se hizo esperar. Las elecciones no fueron reconocidas por ningún país democrático y quienes simpatizan con Maduro tampoco pudieron prestarse para avalar el fraude. Solo algunas figuras muy dañinas de la izquierda se pronunciaron. Hago énfasis en “dañinas” porque son por lo general quienes más daño le hacen a la izquierda con sus posturas radicales. No digo que esté a favor de estas ideologías, pero apoyar un fraude electoral en Venezuela sin tener pruebas ni el apoyo de las figuras más moderadas de la izquierda es fanatismo puro.

Muchos cuestionan la victoria de Maduro, sin embargo, aún no terminan por reconocer el triunfo de Edmundo González en las elecciones presidenciales. Una victoria que cuenta con copia de todas las actas y en el que el equipo de la dupla opositora estuvo más de veinticuatro horas trabajando en digitalizar para mostrarle al mundo las pruebas de una victoria que era previsible. A pesar de contar con toda la evidencia, pocos se niegan a reconocer al candidato, algo que a los ciudadanos nos genera una enorme impotencia. Poderosos defendiendo a poderosos por encima del pueblo, una injusticia enorme. Este es el primer caso donde se le pide al inocente que pruebe su inocencia, mientras al poderoso se le pide por las pruebas para criminalizar al inocente.

El precio a pagar por la tibieza de la comunidad internacional, los reconocimientos de países afines ideológicamente y de algunas figuras de la izquierda de renombre, es la persecución, los encarcelamientos extrajudiciales, las torturas, desapariciones y muertes de los venezolanos. A la fecha de redacción de este artículo, llevamos dieciséis muertes —la mayoría jóvenes—, «mil doscientos detenidos» según asegura Nicolás Maduro, y un número inexacto de desaparecidos pero que se presume superaría la centena. Entre los desaparecidos se encuentra Freddy Superlano, dirigente del partido Voluntad Popular, su chofer y su primo que le acompañaban. Si pueden desaparecer a un dirigente nacional de renombre, ¿qué quedará para el resto de la población?

A estas alturas, encontrándonos a primero de agosto, las medidas se vienen recrudeciendo en el país. Maduro anunció la construcción de dos cárceles y la militarización de la nación avanza a gran velocidad. Los líderes opositores estarían esperando a confirmar su victoria con sectores disidentes del chavismo, como el caso de Juan Barreto —líder del Partido Redes, afín al oficialismo en anteriores comicios—, lo que podría acercar a la oposición a la contabilización de más del noventa por ciento de las actas. Algo que muchos países parecen estar esperando. La diplomacia y sus dilaciones…

Estamos a horas de haber concluido dos eventos importantes: 1) las elecciones presidenciales y la victoria de Edmundo; y 2) la ola de protestas endógenas en diversos municipios del país. Mucha gente cree que las calles se han enfriado, pero contrario a lo que parece, la tensión está en aumento. Con Brasil custodiando la embajada de Argentina con parte del equipo de María Corina dentro y una cacería desatada a la oposición, estarían creando una tensión política que podría desencadenar una nueva oleada de protestas o alguna respuesta inesperada por parte de la comunidad internacional.

«El que canta bingo debe mostrar el cartón». A la oposición nos acompaña la verdad, somos mayoría y tenemos como demostrar que ganamos. Esperemos que la comunidad internacional se abstenga a las pruebas.